Los extraños sucesos de Newcastle Hills.
Cuenta
la leyenda local, que en el pueblo de Newcastle Hills, una pequeña comunidad
minera anidada en un valle montañoso al Este de Salamanca, un terrible suceso
tuvo lugar en 1938. Sus habitantes de
pronto enloquecieron y comenzaron a matarse entre sí hasta que no quedó ninguno
con vida. Nadie, excepto una pequeña niña, sobrevivió a aquella terrible noche
de Octubre. Algunos afirmaron que la vieron deambular por los bosques próximos
al poblado los días siguientes a la masacre.
No se la volvió a ver, pero dicen que por las noches se pueden oír sus
lamentos. Aún hoy, 70 años después, los
lugareños evitan aquella localidad, pese a que se rumora que existe un tesoro
Inca que fue ocultado de los españoles.
Dicen que las almas perdidas de sus habitantes penan buscando el
descanso eterno que les fue negado, y a aquellos que se atrevan a penetrar en
sus tierras, les aguarda el mismo destino.
Pero esa no sería la última vez que ocurriera una matanza en aquel lugar. Un inquieto periodista y aventurero, organizó
una excursión arqueológica al lugar en
1976, dispuesto a encontrar el tesoro.
De las 18 personas que integraban la expedición, sólo él volvió. Se le acusó del asesinato de 17 personas y
fue fusilado un año después. Hasta el
último instante alegó inocencia, afirmando que algo había poseído a sus
compañeros y que actuó en defensa propia.
Su historia fue desestimada por el juzgado militar local y nunca fue
investigada… hasta ahora.
***
Cuando recibí esa llamada, un domingo por la mañana, no me
encontraba precisamente en el pináculo de mi carrera. Atravesaba por un difícil momento y no
vislumbraba una pronta salida. Al principio pensé que se trataba de una
broma. Mi primer impulso fue el de
cortar. La mujer sonaba difusa y un
tanto alterada, pero, algo en su voz despertó mi curiosidad. Tenía un cierto acento extranjero difícil de
identificar, aunque su español era perfecto.
Me pidió que le ayudara a reivindicar el nombre de su padre, que había
sido ejecutado por el gobierno militar 30 años antes. Dado que no se trataba de un crimen político,
no recibió apoyo de las organizaciones de derechos humanos. Cuando le dije que no era mi especialidad y
que debía recurrir a un abogado para tal efecto, me respondió que no había
logrado interesar a ninguno, según le dijeron, porque el caso carecía de
asidero legal y no conduciría a nada.
Estaba a punto de colgarle cuando me dijo que su padre también había
sido escritor. Escribía una columna en “La Estrella del Norte”,
publicación que cesó sus emisiones tras el golpe militar del 73.
Es
difícil de explicarlo pero existe una suerte de confraternidad espiritual, un
sentimiento de hermandad si se quiere, entre los que hemos elegido esta difícil
profesión por medio de vida, a la que llamo “La Cofradía de las Letras”. Sólo nosotros sabemos que la odisea por la
que debemos pasar los escritores antes de nuestra primera publicación, no se
compara con las dificultades que representa el lograr un sitial destacado y más
aún mantenerlo. Quizás ese fue el motivo que me impidió colgar, o tal vez fue el tono lastimero de su voz, pero
cualquiera fuera la razón, decidí escuchar el resto.
Me
contó que su padre se encontraba en medio de una investigación sobre culturas
precolombinas en Coquimbo, IV región, en las proximidades del río Choapa. Según le contó su madre, había estado muy ocupado viajando por los poblados
aledaños, recabando información sobre una cultura indígena que habitaba la zona
y que había desaparecido misteriosamente hacía siglos. Su madre le dijo que estaba obsesionado con
un tesoro inca y que por años había planeado aquel viaje. Ni el golpe de estado ni el que hubieran
exiliado a la mayoría de sus amigos, los disuadió de llevar a cabo su aventura,
pese a los ruegos de su esposa de que desistiera.
Mientras estuvo en prisión
escribió su versión de los hechos y con la ayuda de un guardia, había tratado
de entregárselas pero nunca les llegó.
Después de la ejecución, su madre y ella partieron a Argentina y de ahí a
Australia, donde su madre se casó nuevamente con un rico hacendado, pero el
infortunio las volvió a golpear unos años más tarde cuando su madre fue mordida
por una serpiente venenosa. No
sobrevivió al ataque y al poco tiempo le siguió su esposo. Sumido en una fuerte depresión y ahogado por
las deudas y el alcohol, se quitó la vida de un tiro. Entonces ella debió comenzar de cero, en un
país extraño y sin parientes a quienes acudir.
Ayudada por el gobierno logró rehacer su vida y hasta tener una familia,
pero nunca pudo olvidar a su padre y el
halo de misterio que rodeó las circunstancias de su muerte. Convencida de su
inocencia, emprendió una cruzada por diversos países en busca de la
verdad. Contactó a sus antiguos amigos y
a cada persona viva que hubiese conocido a su padre, con la esperanza de que le
proporcionaran información sobre aquel viaje, pero todo fue en vano. Cuando comenzaba a perder toda esperanza, un
día un anciano la contactó telefónicamente en su hotel y le dijo que tenía
información valiosa sobre su padre. El
anciano en cuestión era el guardia que había custodiado a su padre. Por miedo a ser descubierto, nunca envió el
paquete y la culpa lo había atormentado todos estos años, pues había llegado a
conocer bien a su padre y dudaba que fuera culpable. Fue así, de esa forma dolorosa, que el
manuscrito llegó a sus manos. No quiso
referirse a su contenido e insistió en que debía leerlo, que era la única
persona que podría comprender la pasión que motivó a su padre para hacer aquel
viaje, y que entonces sabría que él no sería capaz de cometer las atrocidades
de las que se le acusó.
Debo
admitir que mi curiosidad de escritor me hacía desear de veras echar un vistazo
al mentado manuscrito, pero estaba el asunto de iniciar una nueva investigación
sobre aquel caso y, demás no está decir, eso se alejaba bastante de mi proceder
habitual. Conducir una investigación de
esta naturaleza a estas alturas de mi vida era lo que menos se parecía al
estilo de vida sedentario que con tanto esfuerzo había cultivado. Por otra parte, a mi ex esposa no lo
importaría lo que hiciera y mis hijas habían abandonado el nido hacía tiempo
por lo que, a excepción de mi editor, no debía darle explicaciones a nadie
sobre donde dirigiría mis próximos pasos.
Después de todo me pareció interesante sumergirme en asuntos legales
sobre los que no sabía un ápice y de los que, tras la transición política,
probablemente no habría un registro, lo que lo convertía en un desafío aún más
interesante.
Acordé
reunirme con ella al día siguiente pero no le prometí nada. Le dije que tomaría una decisión después de
leer el escrito de su padre. Era una
verdad a medias. Había decidido ayudarla
de todos modos. Además la mujer había
prometido cubrir mis gastos y adelantarme una generosa cantidad de mis
honorarios por mis servicios, y aunque no era mi estilo de trabajo, pues no soy
del tipo aventurero, necesitaba el dinero y era una buena forma de sacudir mis
enmohecidas articulaciones intelectuales y refrescar las ideas, que se volvían
cada vez más escasas.
El
lugar elegido para el extraño encuentro fue el Café del Cerro, en la cima del
cerro San Cristóbal. Un lugar aislado en
medio de una ciudad cada vez más sobre poblada, era el sitio ideal para una
reunión tan singular.
Al
ingresar pude ver que, como era de esperarse en un día de semana, estaba
prácticamente vacío. Un Capuchino y un
croissant, fueron mi única compañía por un buen rato, a excepción de un par de
ciclistas que disfrutaban de una bebida isotónica, y de una mujer muy atractiva
que permaneció sentada junto al ventanal mirando insistentemente hacia
fuera. Como al entrar ni siquiera me
dirigió una mirada, asumí que esperaba a alguien más. En secreto envidié la suerte del maldito. Con mi suerte la misteriosa mujer sería una
obesa mórbida o una bulímica esquelética, si es que no se trataba de una
demente sicópata que sólo buscaba a su próxima víctima. Quizás a causa de mi misoginia post-divorcio,
o debido sólo a mi tendencia a entablar relaciones autodestructivas, la fortuna
no me había favorecido en el amor. Intencionalmente
busqué la ubicación más favorable para regalar a mis ojos con sus generosas
formas. Si había de esperar al
homúnculo, al menos que fuera disfrutando de una buena vista.
Lucía
una larga y ondulada cabellera cobriza, que caía parcialmente sobre su rostro
dejando ver sólo parte de sus hermosas facciones. Vestía un traje gris oscuro de dos piezas, tipo
ejecutivo, muy ceñido, que destacaba su bella figura. Una blusa blanca de encajes y un sugerente
escote que dejaba entrever un sexy corpiño de encaje negro, tenían como loco al
dependiente, que me atendió sin despegarle los ojos. No era el único. Era algo fuera de serie, y ella lo sabía. Tenía esa pose erguida y la actitud
indiferente que caracteriza a las personas que están acostumbradas a ser el
centro de las miradas. Jugueteando con
la pajilla de su botella de agua mineral, cada tanto lanzaba miradas nerviosas
a su reloj de muñeca. −Y el
maldito la hacía esperar− pensé.
Dejé de mirarla para evitar una erección y traté de concentrarme
infructuosamente en la lectura de mi última adquisición, “Historia del tiempo”
de Stephen Hawkins. Sencillo del punto
de vista literario, pero de asombrosa profundidad en su planteamiento del
Universo.
Me
encontraba enfrascado en los segundos posteriores al Big Bang, cuando una mujer
delgaducha y ataviada con un abrigo de tela gruesa y abotonada hasta el cuello,
ingresó al local. “El homúnculo” pensé. El abrigo sería para ocultar su feo
cuerpo. Miró en ambas direcciones y finalmente se dirigió hacia mí. Me levanté de mi asiento, pero pasó rauda por
mi lado en dirección al baño, sin siquiera prestarme atención. Me volví a sentar algo molesto, cuando me
percaté de que la mujer del escote sugerente, me miraba directamente con una
intensidad inquietante. Cuando se
levantó de su silla con un movimiento de caderas increíblemente sensual y sin
despegarme la vista, desvié la mirada nerviosamente hacia mi libro y traté de
encontrar la página, pero no pude.
Turbado y avergonzado, creí que me abofetearía por la insistencia con
que la había mirado. Se detuvo justo
frente a mí y cuando esperaba el golpe, fue una voz melosa que abofeteó mis
tímpanos con su dulce cadencia.
−¿Señor
Hampton? −aún
aturdido por la impresión y el bombardeo a mis sentidos de su melodiosa voz y su
perfume, presumiblemente francés, no respondí.
−¿Es
usted Andrés Hampton? – definitivamente era un perfume francés.
−Soy
yo. –El maldito suertudo −Supongo que usted es… − ¡La
mujer de mis sueños, el amor de mi vida!, ¿la demente sicópata? Dios no sería
tan cruel.
−Vannia
–susurró deliciosamente−,
Vannia Reinhard.
La invité a sentarse. Lo hizo con exquisita perfección. Sus movimientos casi felinos, eran pulcros en
cada detalle, como si fueran intencionalmente calculados para provocar una
reacción en su entorno, pero la naturalidad con que los ejecutaba y la forma
descuidada con que colgó su bolso, casi me convencieron de lo contrario.
−Hampton, Andrés –repitió con un ligero
tono mordaz – ¿no es un nombre un poco extraño para un escritor de su
nacionalidad?
−Mi
abuelo era irlandés, pero entiendo que ambos somos chilenos, pese a nuestros
extraños nombres, o acentos.
Cuando dije esto me dirigió una mirada
gélida que duró sólo una fracción de segundo,
pero rápidamente recobró su apatía habitual.
−Ok, −dijo
con desdén, mientras encendía un cigarrillo sin preguntarme si me molestaba el
humo –me lo merezco. Ahora que ambos
hemos demostrado que podemos ser mal educados, quisiera saber si está usted
dispuesto a tomar esta encomienda.
Creí pertinente dejarle en claro que su
belleza no era suficiente para convencerme.
−Por
supuesto. Claro que ni siquiera su padre
escribió por amor al arte. ¿Por qué no
me dijo quien era cuando entré?
−No
sabía cómo era Usted. No hay demasiadas fotos
suyas en la red. – Era cierto. Lo
prefería así. −Era la única forma de asegurarme de que era usted, y no alguien enviado por
alguna organización.
No, no era sicópata, sólo demente.
−Sé
que debe pensar que estoy loca, −¿cómo diabl…? –pero he denunciado a
algunas organizaciones criminales con las que me he topado en mis viajes, que
trafican con objetos arqueológicos de gran valor histórico, y he recibido
algunas amenazas– hizo una pausa para extraer un paquete de su bolso–. Hay
quienes creen que en el manuscrito de mi padre se oculta la clave para
encontrar el tesoro inca. Naturalmente
es una tontería. Yo creo que sólo lo
hizo para que mi madre supiera que era inocente. Entonces yo tenía solo 3 años.
Me extendió el paquete y luego enjugó una
lágrima solitaria con la punta de un pañuelo.
Parecía sincera. Su historia, a
pesar de que sonaba a libreto de película “B”, tenía cierto dejo de
autenticidad. En mi carrera como
escritor he aprendido que aún los argumentos más inverosímiles, tienen algo de
verdad.
Me
contó que su padre, hijo de inmigrantes alemanes, le había dicho a su madre,
poco antes de salir con destino incierto, que ese viaje cambiaría sus vidas. Cuánta razón tuvo.
−Necesito
que usted averigüe lo que ocurrió realmente en ese lugar, para desmentir que mi
padre fue el monstruo que dicen que fue y que no actuó por ambición si no en
defensa propia. La única forma de
hacerlo es confirmando que no existe tal tesoro.
Su argumento tenía cierta lógica pero no podía
rendirme ante ellos tan fácil.
−Comprendo
su dolor y considero loable sus esfuerzos por limpiar el nombre de su
padre. Pero, ¿ha pensado usted en la posibilidad de que
exista un tesoro? Al menos tengo la impresión
de que ellos lo creían y tal vez se pelearon por él.
−No
Señor Hampton, no hay dudas al respecto.
No existe.
−¿Cómo
puede estar tan segura? –repliqué.
−Porque
de haber existido, mi padre lo hubiera encontrado.
Antes
de que se retirara le pregunté por qué me escogió a mí. Dijo con toda calma que porque era igual a su
padre, un soñador y un aventurero.
Obviamente había leído alguna de mis novelas. Lo que ignoraba era que las aventuras de mis
personajes, eran el resultado de un complicado proceso mental que nada tenía
que ver con el espíritu aventurero. Sólo
eran productos de mi febril
imaginación. Decidí no sacarla de
su error.
Viajes
por lugares exóticos y misteriosos, un tesoro perdido, traficantes de objetos
arqueológicos, una mujer extraordinariamente atractiva. Estaban todos los elementos de una aventura
épica. Después de todo, ¿qué tan malo
podría ser?, pensé. Ojala hubiese
obedecido a mi primer impulso aquel domingo y hubiese colgado el teléfono.
***
Una
semana después estaba montado en un avión rumbo a La Serena.
Vannia había quedado de reunirse ahí conmigo. Antes de darle la respuesta, leí el
manuscrito unas 5 veces, en busca de alguna clave truculenta que ocultara una
pista, pero no encontré nada. Sin
embargo, al leerlo sentí una incómoda sensación que me embargó todo el
viaje. Era similar a cuando alguien observa sobre el hombro
mientras se lee el diario en el Metro.
Ha llegado el momento de
explicar por qué decidí escribir esto de la forma en que lo hice. La similitudes entre ambos relatos no
obedecen a una manipulación intencionada, si no a que, por petición de mi
benefactora, debí seguir paso a paso los
de su padre hasta llegar a las instancias que lo llevaron a cometer los
crímenes de que se le acusó, crímenes admitidos por él mismo como se puede
constatar en su manuscrito, pero dejaré en manos del lector el juzgar si los
motivos que lo llevaron a cometerlos, lo justifican o no. No es mi intención prejuzgar ni predisponer
sobre tal o cual conclusión. Sólo trataré
de no omitir detalle alguno.
Para
exponer los hechos de manera congruente, que de otro modo no tendrían ninguna
lógica, me he visto obligado a intercalar pasajes de su narración con lo
experimentado en carne propia. Las
extraordinarias coincidencias entre las experiencias que viví en este viaje,
con las experimentadas por mi antecesor de esta aventura, me hicieron pensar,
pese a que soy escéptico por
naturaleza, que somos movidos por un
ente malévolo que disfruta manipulando
los hilos de nuestros destinos a voluntad.
Como
expuse antes, me reuní con la atractiva Vannia en La Serena.
Una vez ahí, me entregó un itinerario que, de acuerdo
a los datos obtenidos de sus amigos y testigos, correspondía al que siguió su
padre 30 años antes. Debía enviarle
reportes diarios a su mail, para lo que me hizo entrega de una Laptop conectada
a Internet vía satélite y de un dispositivo GPS de muñeca, un celular satelital
de última generación con cargador de baterías a red normal o solar, y todo el
equipo que cualquier amante de las
excursiones y la vida al aire libre hubiese deseado. El único problema es que yo no era uno de
ellos. Ignoraba a que se dedicaba pero
no escatimó en gastos, como pude comprobar más tarde.
Lo
primero que debía hacer era constatar si los hechos históricos mencionados por
su padre eran ciertos. Esa parte fue
fácil. Dado que las fechas y los
acontecimientos históricos coincidían con los registros de la biblioteca
municipal de Salamanca, reproduzco íntegro el fragmento correspondiente, que a
la vez servirá de introducción. En
cuanto a los hechos que anteceden a los protagonizados por mi contraparte,
forman parte de la leyenda, por lo que dejaré que él mismo los relate.
El manuscrito.
Coquimbo, 13 de agosto de 1977
“Querida
Elisa
He escapado de la sartén, para caer a
la flama. Estoy a merced de una justicia
tan ciega que creo que no voy a poder salir de ésta. Cruel es el destino, que me permitió salir con
vida de aquel terrible lugar, tras la peor noche de mi vida, y ahora he de
pagar con mi vida el haber luchado con tanto ahínco por mantenerla. Pero si he de morir a manos de estos
chacales, será llevándome a la tumba este terrible secreto. Te escribo esto para que sepas que eres lo
mejor que me ha pasado. Tú y la pequeña
Vannia fueron lo único que evitó que perdiera la cordura aquella noche. A ustedes les debo no sólo mi vida sino todo
lo que soy. Debes conocer los detalles
que me condujeron a este lamentable momento, más para limpiar mi conciencia que
para justificar mi conducta de los últimos meses. Lamento habértelo ocultado. Tenías razón, hacer ese viaje era una locura,
pero aunque no salió como lo esperaba, lo hice por nosotros. Espero que cuando lo leas lo entiendas y me
perdones.
Eran los últimos días del verano de
1963, antes de que nos conociéramos. Yo
apenas era un estudiante de segundo año, cuando oí por primera vez de Newcastle
Hills. Lo primero que me extrañó fue
que, entre muchos otros poblados rurales de la zona, cerca de 34, éste tuviera
un nombre Inglés cuando la mayoría tienen nombres de origen indígena o
español. Ubicado en las cercanías de Salamanca, un hermoso
poblado famoso en la región por sus leyendas, se encuentra Newcastle Hills en
la provincia de Choapa. Se hallaba en la
rivera norte del río del mismo nombre, a 30 kilómetros de
Illapel, y a 316
kilómetros de Santiago.
Los estrechos pero hermosos valles pre cordilleranos de origen fluvial,
en las zonas ribereñas de las laderas montañosas, dan lugar a una geografía
fabulosa y enigmática, y el clima, tan extraño como su geografía, mezcla de
templados de las zonas mediterráneas centrales y áridos del Norte, fueron las características que más me atrajeron y
por lo que me aventuré en esa descabellada travesía por lugares olvidados del
tiempo donde, aún en pleno siglo 20, se cree en la brujería. Ojalá los hubieses visto, quizás así
comprenderías en algo mi locura.
El nombre del
poblado, como figura en los registros históricos, fue dado por su fundador, Sir
Owen Pendragon III, nacido en el seno de
una familia aristocrática inglesa, cuyos orígenes se remontaban al tiempo de
los caballeros de la mesa redonda. Los
Pendragon habían hecho su fortuna en las plantaciones de té en la India durante la segunda
mitad del siglo 18. Originario de
Newcastle, Inglaterra, y aventurero como su padre, el famoso cazador Sir Julius
Pendragon II, se dice que cuando llegó a estas tierras, Sir Owen se enamoró de
sus encantos, aunque algunos dicen que fue de los encantos de algunas de sus
habitantes, y que las formas sinuosa del valle y sus colinas brumosas le
recordaron su tierra natal, de ahí su nombre (Colinas de Newcastle). Sin embargo la historia que antecedió a su
fundación en 1841, no fue tan romántica.
Siempre, como tu bien lo sabes, me
sentí fascinado por las culturas pre-colombinas. Fue por lo que tomé, en la Universidad Católica
del Norte, un curso de Antropología Social que impartían en la facultad de
Sociología. “No puedes saberlo todo” me dijo mi Madre en una ocasión, y tenía
razón, pero moriría en el intento. Mi
aventura comenzó el día en que compré un antiguo cacharro de cerámica en una
tienda de suvenires, en la plaza de Armas de Salamanca. Parecía tener la forma de un guanaco, animal
del que dependió la sobrevivencia de los autóctonos primigenios durante miles
de años, por lo que frecuentemente era representado en la alfarería de toda la
zona. Pero este no era tan elaborado
como los que había visto en el Museo de Atacama. Parecía más antiguo. Si era pre-incaico, se
trataría de una verdadera reliquia. La
vieja indígena que me lo vendió me dijo que su hijo lo había encontrado en las
cercanías de Newcastle Hills. La verdad
es que tuve la impresión de que se alegraba de deshacerse de él. Se sintió incómoda cuando le pregunté por el
significado de los dibujos, y aún más cuando le pregunté sobre la ubicación
exacta del hallazgo. Pensé que su
nerviosismo podía deberse a que el tráfico ilegal de artefactos arqueológicos
era severamente castigado, pero como pude averiguar más tarde, su nerviosismo
tenía otro origen.
Las primeras comunidades indígenas,
según consta en los registros arqueológicos, estuvieron constituidas por
cazadores-recolectores provenientes de las costas en busca de alimento, entre
el 8000 y el 2500 a .C., hasta que irrumpió en los valles, hacia el 300 a .C., una cultura de
origen incierto conocida como Molle.
Este pueblo habitó en valles y quebradas, viviendo de una agricultura
rudimentaria y de la ganadería. Conocían
la metalurgia del Oro, la Plata
y el Cobre. Pese a que desarrollaron la
alfarería, su pictografía era muy pobre por lo que supuse que, de no ser una
reproducción, el jarrón pertenecería a ese período. Se sabe muy poco sobre sus costumbres y se
ignora el porqué desaparecieron misteriosamente por el 700 d.C. No se han encontrado indicios de migración o
lucha alguna. Sólo se esfumaron. El cómo una cultura, que se extendió desde
Copiapó hasta el Río Choapa por casi 1000 años, desapareció sin dejar rastro,
es un misterio. No fue hasta unos 100
años después que la zona volvió a ser habitada.
El nombre que le dieron sus nuevos habitantes fue El lugar de las
Ánimas, y su cultura fue conocida como Las Ánimas.
Estos
últimos sólo duraron 200 años hasta la llegada de los Diaguitas provenientes
del noroeste Argentino, por el siglo décimo d.C.
La llegada
de los Incas en 1471 y su dominio sobre la zona norte, por cerca de 75 años
hasta la llegada de los españoles, terminó por sepultar los escasos vestigios
dejados por esta enigmática cultura. Su
existencia no fue conocida hasta que investigaciones recientes, sacaron a la
luz sus restos. Los pictogramas del
jarrón eran similares a los de los petroglifos hallados en Chalinga y Cerro
Chico, localidades próximas a Salamanca. Normalmente asociados a los Diaguitas,
no se ha podido precisar la fecha exacta en que fueron hechos ni por
quien. Naturalmente esto no hizo más que
aumentar mi curiosidad.
Le mostré
mi identificación de estudiante a la india para tranquilizarla y le expliqué
que mi interés era puramente científico.
Luego de tener que comprar otros artefactos de evidente inferior valor
al pagado, me contó que su hijo, desde aquel día, sufría de un extraño mal que
los médicos no pudieron diagnosticar. El
día que llegó, sosteniendo el cacharro contra su pecho, afirmó que los
espíritus de aquel lugar le habían perseguido hasta el río y que lo maldijeron
cuando no le dieron alcance.
Hasta ese
momento no había nada fuera de lo normal en aquel relato, además de la
imaginación desbordante de un campesino supersticioso. Pero lo que me contó después me erizó los
pelos.
Cuando le
manifesté mi intención de visitar aquel lugar, se mostró muy preocupada. Luego de insistir un buen rato, y de
desembolsar unos cuantos pesos más, me hizo jurar que no iría nunca a ese
sitio, porque podría desencadenar la ira de fuerzas que estaban más allá de mi
comprensión. No estoy muy seguro de sí lo hizo para disuadirme o sólo para
asustarme, y de paso obtener un dinero extra,
pero cualquiera fuera su intención, logró captar mi interés cuando me
relató una de las leyendas locales más difundidas que se relacionaba con
Newcastle Hills, el pueblo fantasma del Valle
de Choapa, El lugar de la Ánimas.
Haciendo
gala de una memoria prodigiosa, me abrumó con la riqueza de fechas, nombres y
lugares con los que adornó su relato, obligándome a tomas notas a toda prisa
para no perder el hilo de la historia.
Como en
todas las comunidades rurales, existen lazos de parentesco dispersos por toda
la zona. La vieja indígena, que tendría
unos 70 años, se llamaba Aya, y pese a que su rostro mostraba las profundas
marcas del tiempo, gozaba de una lucidez sorprendente. Me contó que casi todas las personas que había conocido en esa época, habían
tenido un pariente en Newcastle Hills.
Era un pueblo dedicado casi exclusivamente a la extracción no industrial
de metales preciosos, principalmente Oro.
Como figura en los registros, ya en 1844 contaba con cerca de 2000
habitantes. En tan sólo unos años, pasó
a ser de un caserío a un poblado con Iglesia, Oficina de Registro Civil,
Municipio y Telégrafo. Los numerosos
fundos originales fueron parcelados bajo la Ley de Colonización de 1828, formando las 68
manzanas que la conformaban. Los
trapiches, así se llaman los puntos de extracción de la minería artesanal,
proliferaban y todo parecía indicar que Newcastle Hills se convertiría en la
nueva capital de la
Provincia de Choapa, hasta que la desgracia cayó 1846 en la
forma de un gigantesco aluvión que se
llevó gran parte de las viviendas y las vidas de cientos de sus
habitantes. Al año siguiente un
devastador terremoto arrasó con el poblado aún en reconstrucción. Un año
después una feroz epidemia diezmó aún más a la población. Como un mal presagio, en la década de
1870-1880 una fuerte sequía arrasó con los plantíos. En ese período otro violento sismo, en 1873
asoló la región. La gente se agolpaba en
las Iglesias elevando plegarias al cielo.
Un fenómeno sísmico de similar violencia se repitió el 15 de Agosto de
1880. La mayor parte del poblado fue
reducido a escombros, al igual que Illapel y Salamanca. Esta vez ni la Iglesia se salvó de la
furia de la naturaleza. A finales de esa
misma década una tormenta de gran magnitud generó un aluvión que inundo campos
y arrasó casas.
Todos estos
eventos, según me contó Aya, originaron leyendas que los atribuían a la ira de
Dios desatada por la ambición desmedida de los hombres, que los llevaba a
pelear a muerte por unos gramos de Oro.
Las rentas de los trapiches de las que vivía la Familia de Owen Pendragon
se hicieron cada vez más paupérrimas y tuvieron que regresar a Inglaterra casi
en la miseria. Finalmente todo terminó
para los habitantes de Newcastle Hills con un horrible suceso acontecido en la
última noche de Octubre de 1938. Aya aún
era una niña y, según me dijo, los habitantes de Salamanca no hablaron de otra
cosa por años.
Se decía
que un viajero que iba de paso con su pequeña hija, fue el causante de la
tragedia. Desde su llegada a Newcastle
Hills comenzaron a suceder cosas extrañas.
Muertes inexplicables de ganado, y las extrañas circunstancias en que
estas ocurrían, hicieron que los del pueblo, en su mayoría gente ignorante y
supersticiosa, relacionaran las muertes con la llegada de los foráneos. Las primeras muertes ocurrieron cerca de la
cabaña donde alojaban, y el extraño comportamiento de los recién llegados,
especialmente el de la pequeña, aumentó las sospechas sobre ellos. Nunca salían de día y la pequeña, de unos 8
años, nunca habló con nadie. La dueña de
la cabaña comentó a la hija del panadero y esta a la mujer del carnicero, Tía
de Aya por parte de su madre, que desde que habían llegado no había podido
arrendar las otras dos habitaciones, debido a los gritos que la pequeña emitía
por las noches. El hombre se apresuró a
pagar el alquiler de las habitaciones y le explicó el motivo de las pesadillas
de su hija. Le contó una historia
terrible sobre cómo su madre había sido víctima
del ataque de dos pumas cuando recolectaban frutos de zarzamoras con su
hija, mientras él se encontraba en la ciudad cambiando quesos por víveres. Las fieras desgarraron la garganta de la
mujer y cuando se aprestaban a acabar con la niña, se trenzaron en una pelea
por su nueva presa, hasta que se mataron entre sí. Para cuando el padre las encontró, ya era
demasiado tarde para la madre. La
pequeña no volvió a pronunciar palabra.
Desde entonces viajaban de pueblo en pueblo en busca de una cura para la
niña. Lo extraño de todo esto y que no
concordaba con la historia contada por el hombre, era que la mujer contó que
varias veces los había oído discutir en voz baja en su habitación, pero lo
hacían en una lengua totalmente extraña para ella. La mujer también dijo que en una ocasión la
niña huyó de la casa y su padre, a pesar de que se le ofreció ayuda, insistió
en ir solo en su busca. Cuando regresaron ella se encontraba inconsciente y él
estaba todo ensangrentado y con las ropas desgarradas. Él lo atribuyó a que tuvo que rescatarla de
entre las zarzamoras, pero la niña parecía no tener ni un rasguño. Algunas personas dijeron haber visto a la niña deambular por los
bosques cantando una extraña melodía en una lengua desconocida. Pronto los lugareños dijeron que se trataba
de una bruja. Las muertes de animales
continuaron y todo empeoró cuando unos niños entraron atolondradamente al
pueblo gritando y afirmando que habían visto a la niña ingresar a una de las
numerosas cavernas de la zona, y que una luz iluminó su interior. Cuando volvió a salir lo hizo en la forma de
un zorro blanco que los miró y atacó directamente.
Entonces el
pueblo entero se volcó en su búsqueda con el fin de expulsarlos del lugar. Pese
a los ruegos del hombre que aseguraba que su hija no era una bruja, que sólo
padecía de una extraña enfermedad, la muchedumbre se mostró resuelta. Quizás debido a que en la memoria de las
personas aún estaban frescas las desgracias que los habían azotado antaño. Ante la negativa del hombre de abandonar la
casa, se les trató de obligar arrojando atados de paja húmeda prendidos para
que el humo los hiciera salir, pero el fuego se salió de control. La cabaña ardió por los cuatro costados. Los gritos del hombre pidiendo ayuda fueron
opacados por los gritos de la pequeña que inundaron la comarca. Algunos afirmaron que un zorro blanco salió
de entre las llamas y un grupo de hombres
trató de darle alcance, pero éste se adentró en la caverna que ahora se le
conoce como “la Cueva
del Diablo”. Se organizó una partida de
caza fuertemente armada que se internó en el laberinto de cavernas, para acabar
con la criatura. Ninguno volvió a salir.
El pánico
se apoderó del poblado. Las muertes de
ganado continuaron y pronto se empezaron a culpar uno a otros. No paso demasiado tiempo antes de los
primeros asesinatos. Las personas ya no
salían a las calles por las noches. De
pronto comenzaron a desaparecer familias enteras. Las personas acudieron a las autoridades de
Salamanca, que tenía jurisdicción sobre las subdelegaciones de Peralillo,
Chalinga y Newcastle Hills, para terminar con las desapariciones. La delegación fue encabezada por el Alcalde
de Newcastle Hills Don Eusebio Toro y
Larraín que pidió formalmente la intervención del Gobernador provincial Don Fernando
Sambrano y Zúñiga. Según me dijo Aya, el
parte de dicho petitorio aún está en el Archivo Histórico Municipal de
Salamanca con fecha 31 de Octubre de 1938.
Me contó que el Gobernador envió al día siguiente un destacamento de 50
fusileros y 70 jinetes para restituir el orden y efectuar la búsqueda y rescate
de los desaparecidos. Cuando estos
llegaron, sólo encontraron muerte y desolación.
Las calles estaba llenar de cadáveres, entre ellos los de la delegación
que tan sólo unas horas antes había pedido su ayuda. Según consta en el informe oficial, el único
sobreviviente debió ser ultimado a tiros cuando agredió con un hacha a los
oficiales del orden, desoyendo las órdenes de detenerse. Dada la crudeza de su contenido el documento
fue guardado con el rótulo de Confidencial, bajo siete llaves, y por orden de
las autoridades regionales, se prohibió que los diarios publicaran lo
acontecido hasta que acabara la investigación.
Extraoficialmente el caso nunca fue resuelto. El documento supuestamente aún se encuentra
en el Archivo Histórico de Salamanca, en un sobre sellado con lacre, con fecha
1º de Noviembre de 1938, curiosamente la fecha en que se celebra el Día de
todos los muertos.
No
pude evitar sentir cierto recelo por la
veracidad del extraordinario relato de la anciana, pero si su intención fue
disuadirme, había fallado miserablemente.
Más que nunca quería ir a ese lugar, pero antes debía hacer algo. Después de agradecerle y desearle la pronta
mejora de su hijo, me encaminé a la Municipalidad de Salamanca. Como era lógico, no pregunté por el documento
directamente. Le dije al encargado que
se trataba de un trabajo de investigación sobre la historia de la región. De haber escuchado a la anciana, no me
encontraría en este predicamento”.
Debo admitir que en este
punto, pese a lo escalofriante del relato, lo que más me extrañó fue que una
persona letrada creyera en semejante historia.
Al llegar a Salamanca lo primero que me llamó la atención fue la
tranquilidad reinante. Esperaba encontrar
una urbe agitada conforme a los tiempos actuales, sin embargo mi presunción chocó
con un modo de vida tan lento como las estaciones. Era como si el tiempo se hubiese detenido en
aquel lugar. Al llegar me invadió una
sensación extraña. Tenía la impresión de
que todas las miradas se centraban en mí, aunque la mayoría de las personas con
la que me crucé, evitaban el contacto visual.
Pese a ello, me concentré en lo que había ido a hacer. Comencé a indagar con los lugareños sobre lo
ocurrido en Newcastle Hills en 1976, y sobre los relatos fantásticos de brujas
y ciudades fantasmas, pero obtuve poca información. Nadie recordaba aquel suceso y se mostraban
reacios a comentar algo sobre las leyendas locales. Al parecer, tomaban muy en serio sus mitos y
no deseaban que alguien de “afuera” viniera a indagar sobre su
autenticidad. A pesar de que la policía
local fue la que primero llegó al lugar, según las investigaciones hechas por
Vannia, la escasa cobertura que le dio la prensa al caso, evitó que el hecho
quedara en la memoria colectiva. Como era
de esperarse, tampoco encontré a alguien que recordara a la anciana, pero al
rato de deambular por los sitios más frecuentados, por fin la suerte me
favoreció cuando di con mi primera pista.
Un tipo de mediana edad que conocí en un bar de mala muerte, me dijo que
había oído hablar de la leyenda. Me dijo
que cuando era policía, había conocido a un borracho que tenía las facultades
mentales perturbadas, y que, bajo los efectos del alcohol, hablaba cosas
extrañas sobre fantasmas en Newcastle Hills.
Obviamente todos lo atribuían al licor, pero varias veces debió
encarcelarlo hasta que se calmara, cuando caía presa de ataques de pánico.
−Era
un buen hombre– dijo –sólo que algo loco por el trago.
Él, era entonces un joven aspirante a
suboficial que fue destinado a esa zona hacía 15 años, por lo que, hasta ese
momento, no estaba familiarizado con el folclor local. Después de que se le pasaba la borrachera,
aprovechaba de conversar con aquel hombre, para conocer sobre las costumbres
del lugar, pero la conversación siempre derivaba en lo mismo.
Según
recordó, le dijo que se encontraba escarbando en busca de algunos artefactos de
cerámica que abundaban en la zona, muy apetecidos por los turistas, cuando oyó
voces. Al principio creyó que era el
ulular del viento entre los cañones,
pero éstas se hicieron cada vez más claras, hasta que pudo distinguir entre
ellas, algunas palabras en dialecto indígena, “muerte al invasor, muerte al
invasor”. Fue cuando salió huyendo y,
según dijo, al mirar atrás vio unas sombras avanzar velozmente entre los árboles
en su dirección. Afirmó que lo
persiguieron hasta el río y que lo habrían alcanzado de no ser por una niña que
se apareció en su camino y que les hablo en una lengua extraña, lo que los
distrajo el tiempo suficiente para que él lograra escapar.
−Oiga,
amigo− dijo ante mi expresión de escepticismo –en mi profesión uno aprende a
reconocer cuando una persona miente, y aún cuando su historia era descabellada,
él estaba convencido de su veracidad.
Ese hombre no estaba mintiendo.
Sus ojos casi se salían de sus orbitas cuando lo contaba y pese a que
normalmente no recordaba habérmela contado antes, cada vez que lo hacía, su
historia era idéntica en cada detalle.
No tenía la menor duda de que se trataba del hijo
de aquella anciana. Al menos esa parte
del relato era verídica. Le pregunté si
sabía dónde podía encontrarlo, pero dijo que no lo veía desde hacía algunos
meses.
−Puede que se halla ahogado en alcohol, y esté
muerto en algún acantilado– dijo con absoluta calma, lo que me hizo pensar que
no era algo tan inusual.
Las
extensas zonas deshabitadas que rodean a las urbes, suelen ocultar profundas
grietas y cavernas entre los matorrales, por lo que era fácil que alguien que
no conociera el lugar, pudiera terminar en el fondo de alguna de ellas. Pero que le pasara a alguien de la zona, no
era algo usual.
Hasta aquí no había tenido
mayor problema con la investigación. Los
problemas comenzaron cuando quise contratar los servicios de un guía para que
me llevara al lugar. No pude convencer a
ninguno de los habituales. La excusa más
recurrente fue que el lugar se encontraba fuera de las rutas turísticas y
debido al abandono, los caminos se encontraban intransitables. La única forma de llegar era a pié o a
caballo, pero no pude evitar pensar que la razón para que no quisieran ir era
otra. Y al parecer no fui el único que
experimento dificultadas similares en su investigación.
“Cuando,
tras una infinidad de trabas burocráticas y luego de tener que desembolsar la
mitad de mis ahorros para persuadir al encargado de los archivos, en lo que
parecía la norma en este lugar, tuve por fin acceso al documento oficial sobre
lo ocurrido el 31 de Octubre de 1938. Me
sentía tan excitado que apenas podía disimular la emoción, misma que se duplicó
al enterarme de que no figuraba ningún
nombre en los registros de solicitud antes que el mío, lo que significaba que
nadie lo había abierto en 14 años, pero mi entusiasmo no duró demasiado. El sello de lacre había sido removido.
El informe estaba escrito a máquina y
firmado por el Teniente a cargo del grupo de fusileros, el Alcalde de Salamanca
y el Gobernador Provincial. Nada de lo
que había visto u oído hasta ese momento
me preparó para lo que leí en aquel informe. La pragmática crudeza del relato me hizo
estremecer hasta la médula. Se hablaba
ahí de cuerpos lacerados, de cabezas cortadas, de animales despedazados y de un
hombre que, al momento en que el pequeño destacamento ingresara a la plaza de armas, se encontraba
de espaldas en medio de la calle principal,
ultimando a otro con un hacha.
Cuando se le gritó la orden de alto, se dio la vuelta y fue cuando
pudieron vele a la cara. Era el Alcalde
de Newcastle Hills. Sus ojos estaban
inyectados en sangre y su rostro desfigurado por una mueca de ira. Éste, con una agilidad inusitada para un
hombre de su envergadura, emprendió una loca carrera contra los fusileros,
sosteniendo aún el hacha ensangrentada entre las manos, e hirió gravemente a
uno de ellos antes de que el Teniente diera la orden de fuego. Alcanzó a herir a dos más antes de que le
descerrajara un tiro en la sien.
Comprendí entonces que las posibles consecuencias políticas de lo
acontecido, hicieron que el hecho fuera tratado con la más absoluta
reserva.
A medida que avanzaban por el poblado
iban encontrando escenas de igual horror.
Cada una peor que la otra. En
algunos casos se encontraron señales de canibalismo y en otras, cosas mucho
peores. Más de 2 mil personas fueron
muertas esa noche.
Lamento que tengas que leer esto, pero
es necesario para que comprendas por qué hice lo que hice.
Todo lo anterior debió servirme de
advertencia, pero desoí las señales. Las
que me gritaban que no fuera a aquel lugar.
Ya me conoces, la tenacidad es mi mayor virtud, y también mi mayor defecto. Ni todas las advertencias del mundo hubiesen
sido suficientes para disuadirme. Ni
siquiera las dificultades para lograr que alguien me llevara a Newcastle
Hills”.
A estas alturas del relato, las extrañas
coincidencias con lo que me estaba ocurriendo, me tenían bastante nervioso. No
era de extrañar que comenzara a rondar por mi cabeza la idea de mandar todo al
diablo y regresar a la seguridad de mi cuchitril, pero más que el dinero, me
intrigaba la razón que lo hizo volver 14 años después, tras lo acontecido la
primera vez.
Continuará…
En Vilo
Travesía
onírica
Dicen que viajar de noche por carretera a exceso de
velocidad es una insensatez. Hay quienes
piensan que para hacerlo en una noche de tormenta hay que tener nervios de
acero o estar loco. También se dice que
hay un poco de locura en cada uno de nosotros, pero lo que llevó a Karl Müller
a realizar aquel viaje en la noche más tormentosa de las últimas décadas, no
fue ni lo uno ni lo otro.
De
pequeño había temido a las tormentas, en especial de noche. Nunca fue muy
valiente y su marcada timidez le había definido un muy bajo perfil y una más baja
autoestima. Eso lo había convertido en el blanco predilecto de bromas y abusos
de los niños más grandes durante sus años de infancia, en especial de los gemelos
Pickett, los matones de la primaria de la West
Side School. Esto no hizo más que acentuar su inseguridad y miedo
patológico a las situaciones extremas.
Sufría de lo que se conoce en psiquiatría como Delirio de Persecución,
por lo que debió padecer años de tratamientos e ingesta de anti–depresivos,
para controlar su fobia a las multitudes y poder socializar a un nivel notoriamente
bajo el normal. Sin embargo esa noche,
lo motivaba una fuerza más grande que todos sus temores juntos, y no era que no
tuviera miedo. Estaba aterrado.
Pese al
frío, tenía la camisa empapada en sudor y las muñecas le dolían de tanto
apretar el volante para evitar que resbalara de sus manos.
Era una de esas circunstancias extremas que tanto
aborrecía. De hecho, la peor de todas.
Conducía como poseído, con vientos cruzados de
150 Km/hr, que amenazaban con volcar la Ford Explorer negra. La pierna se le acalambraba de tanto cargar
el acelerador y la torrencial lluvia formaba
una cortina impenetrable, que reflectaba
la luz contra el parabrisas, como una pantalla de proyector, reduciendo aun más
la ya escasa visibilidad.
Los limpiaparabrisas
apenas daban abasto ante una lluvia
inmisericorde que parecía empeorar a cada momento. El incesante golpeteo era
tan ensordecedor, que parecía que miles de dedos de acero tamborileaban sobre
el techo. Aun a todo volumen, casi no podía oír por la radio el reporte del
estado de las carreteras. Sólo la
pantalla satelital de su GPS evitaba que ése fuera un completo caos. Eso y aquel extraño sentimiento, le impedían
salir huyendo de la claustrofóbica cabina y de ese infierno acuoso.
A duras
penas mantenía la concentración necesaria para evitar una tragedia mayor. Hacía horas que no divisaba otro
vehículo. Pensó que probablemente era el
único idiota que manejaba por aquellas carreteras en esas condiciones. Tenía razón.
Ante la alerta de huracán emitida por la agencia federal de emergencias
(FEMA), la policía había cerrado las carreteras poco después de que él
ingresara a la Interestatal.
Estaba
sólo, en medio de la nada, en la más absoluta oscuridad, luchando
desesperadamente contra los elementos, poniendo en riesgo su propia vida, por
una causa que aún no alcanzaba a comprender.
En verdad era la insensatez suprema.
Pero tampoco se había caracterizado por ser muy sensato en su vida.
Aún así
añoraba ver otro vehículo o ser humano, aunque eso significara que éste se
encontrara en iguales aprietos. Sabía
que eso no mejoraría en nada su situación, pero es inherente del ser humano el
querer compartir con sus congéneres, aún el sufrimiento. Una fraternidad
enfermiza que lo hace arrastrar consigo a cualquiera en la caída. Esa extraña parte de la naturaleza humana Karl
la conocía muy bien. «Mal de muchos,
consuelo de tontos» solía decir su Padre, como si la angustia de otros aliviara
la propia.
Sus
elucubraciones aplacaban en parte sus sentidos, tan saturados de estímulos, que
su cerebro apenas los podía codificar.
Afuera nada había cambiado. La
oscuridad, el frío penetrante, el incesante golpeteo, la radio que a cada
instante se volvía más un chicharreo ininteligible. Apenas podía oír sus pensamientos. Sólo los relámpagos rompían la exasperante
rutina, inundándolo todo con su odioso flash, que poco hacía por calmar sus
nervios. Eso lo obligaba a hacer un
doble esfuerzo por distinguir las formas, porque hasta pestañar temía. A veces eso basta para desencadenar una
tragedia. A veces menos que eso.
De pronto
divisó una luz frente a él. Al principio
pensó que podía tratarse del reflejo de sus faros en una señal del camino, o un
poste lejano, pero «crecía» aceleradamente.
Por la rapidez con que se aproximaba creyó que se trataría de una
moto. «Otro lunático» pensó, aunque le
pareció un poco alta.
Fue otro relámpago el que reveló la espantosa
realidad. La monstruosa silueta de un
gigantesco camión de dieciocho ruedas con todo y acoplado se recortó contra el
fondo, y se abalanzaba vertiginosamente, por su mismo carril. El muy maldito traía
un foco descompuesto.
La
estridente bocina del Leviatán, amenazando con romperle los tímpanos, superó a los
otros ruidos, mientras su ciclópeo faro inundaba de luz el interior de la Ford.
«¿Por qué no se mueve?», pensó.
La
enceguecedora luz iluminó el camino entre ellos y con horror se percató de que
era él quien circulaba por el carril contrario.
La oscuridad había traicionado sus sentidos.
Sabía que
bajo esas condiciones los frenos serían inútiles. Con sólo fracciones de segundo para
reaccionar y un muro de roca viva por el costado izquierdo, torció el volante
en la única dirección posible, para
ponerse fuera del alcance de la mole de metal.
«Lo voy a
lograr» se dijo, pero inesperadamente el colosal camión torció en la misma
dirección. La cabina de la Ford se iluminó por completo
cuando «el monstruo» se abalanzó por su costado izquierdo, mientras la
espantosa bocina vociferaba su alarido triunfal, como una bestia abalanzándose victoriosa
sobre su presa.
Instantes
antes del fatídico final oyó una risa demencial que le heló la sangre. Cerró los ojos y aguardó lo inminente.
Abrió los
ojos como la primera vez fuera del vientre materno, con miedo y dolor. De pronto sintió una presencia que lo
estremeció hasta la médula. Se incorporó sobresaltado, pero ahí no había
nadie. Nuevamente estaba sólo. ¿Estaba perdiendo el control? El sueño había sido tan vívido que aun resonaba
en sus oídos aquella risotada enfermiza.
Siempre le había intrigado cómo nuestros cerebros suelen jugar con los
recuerdos para crear a partir de ellos circunstancias nuevas de manera que,
aunque sean completamente descabelladas, engañen nuestros sentidos y nos
parezcan reales. Pero el suyo parecía
ensañarse.
Estaba
bañado en sudor, envuelto en sabanas pegajosas.
No eran sus sábanas. Tampoco su
cuarto.
A pesar
del ventilador, hacía calor. La luz
filtrándose por el cortinaje le indicó que debía ser cerca del medio día. Ese año había sido uno de los más calurosos
de la última década, y cuanto más se aproximaba la época de monzones, el aire
se volvía más húmedo y asfixiante. Se
encontraba en un cuarto de hotel, en uno más de sus viajes recopilando
información para su próxima novela.
Karl Müller era escritor, al menos esa parte
del sueño era verdad, pero no un escritor como cualquier otro. Lo del delirio de persecución también era
cierto, y sus temores lo habían lanzado en una búsqueda frenética por
comprender sus propias obsesiones. Los
años de terapia sólo habían logrado controlar sus ataques de pánico y atenuar
los síntomas, pero su mal, contrario a sus deseos, no había desaparecido. Los especialistas decían que su obsesión
compulsiva había sido detonada por un evento traumático en algún instante de su
infancia, y que su mente lo había encapsulado en algún lugar recóndito de su
memoria, pero ni las sesiones de hipnosis regresiva ni los tratamientos de
shock, habían podido sacarlo a la luz, por lo que se propuso indagar por si
mismo los mecanismos que alteran la psiquis.
Era una forma saludable de mantener su cerebro ocupado en otras cosas
que no fueran sus temores y además mantenerse cuerdo.
¿Hasta qué punto el ser humano puede soportar
situaciones extremas sin perder la razón? ¿Cuál es el límite antes de la
locura? Estas eran algunas de las
interrogantes que trataba de responder en sus novelas, y por ello sometía a sus
personajes a las más inimaginables aflicciones sicológicas y físicas, tratando
de desentrañar, a través de ellos, una cura para su propio mal. Exploraba con extraordinaria habilidad los
extremos emocionales del hombre, como el amor, el odio, la ansiedad, el temple
y en especial el miedo, convirtiéndose en uno de los escritores de aventuras y
terror psicológico más oscuros de los últimos tiempos y uno de los más
leídos. A sus bien mantenidos 38 años
gozaba de fama y fortuna, pero esto también trajo algo con lo que no deseaba
lidiar en absoluto. El ser objeto de
interés público conlleva un costo en pérdida de privacidad que le acarreó más
trastornos que beneficios. Los fanáticos
trataban de indagar hasta el más nimio aspecto de su vida, espiando por las
ventanas con larga–vistas y hurgando en su basura. Su correo electrónico fue hackeado y debió
cambiar varias veces de residencia.
Obligado a buscar el anonimato, su vida privada se vio envuelta en un
halo de misterio, que contrario a lo que esperaba, empeoró todo. Optó por cambiar de seudónimo con cada nueva
publicación, pero de alguna manera sus seguidores se enteraban. Comenzaba a sospechar que se trataba de una
estrategia publicitaria de su editor y amigo Dan Hackerman, para garantizar las
ventas, a pesar de que este lo negaba rotundamente.
Hasta
ahora, sus viajes le habían mantenido lo bastante ocupado como para olvidar las
incomodidades de ser una celebridad.
Había tenido la precaución de no incluir su imagen en sus libros, pues
la consideraba una costumbre egocentrista y de mal gusto. Salvo las deslavadas fotos del anuario
escolar, su verdadera apariencia era prácticamente desconocida. Disfrutaba del anonimato tanto como de sus
viajes, pero a pesar de haber recorrido medio mundo, la otra mitad le resultaba
insoportablemente inquietante. Un
escalofríos lo invadía de tan solo pensar en el Medio Oriente o Rusia, pero la
peor de todas era África. Culturas tan extrañas como inquietantes, conflictos
bélicos en la mitad de las Naciones que la formaban y a eso había que agregarle
el Desierto y la Selva. No comprendía
cómo podía haber gente que quisiera ir ahí.
La verdad era que le aterraba.
Pese a
haber dormido hasta tarde, se sentía exhausto. «Ese maldito sueño». Recordó la odiosa carretera. Él jamás viajaría en una noche de tormenta,
pero aun recordaba con claridad ese extraño sentimiento, un pálpito en su
espíritu que le decía que debía llegar esa noche a Saint Marie. Tal vez se estaba obsesionando demasiado con
esa vieja fotografía. Tal vez debía
cesar su majadera búsqueda y olvidar todo el asunto. Pero su curiosidad investigadora era más
poderosa que sus temores, hasta entonces infundados. ¿Qué había en aquel lugar que le resultaba
tan atrayente? Ni siquiera había estado
ahí alguna vez y todo lo que sabía de él era a través de una fotografía. Pero el día que ésta cayó de un viejo anuario
científico que ojeaba en la biblioteca municipal de San Marino, su vida se
trastocó por completo.
La añosa imagen de un pequeño embarcadero de
madera, nada impresionante, contrastaba con las calles impecablemente
empedradas y un gran hotel, con el nombre de Saint Marie pintado en blanco
sobre las deslucidas marquesinas de su frontis.
Tras él, de fondo, un acantilado sobre el que pendía una vieja casona de
tipo victoriano, por lo poco que se podía distinguir. Algunos botes se encontraban anclados cerca
del desembarcadero, y un poco más lejos, un grupo de grúas de descarga
sobresalían de un muelle de piedra y concreto, similar a los que había visto
alguna vez en un artículo de la National Geographic sobre los puertos de Inglaterra en la época de oro de la caza de
ballenas.
Parecía un día soleado, sin embargo,
extrañamente, no se veía un alma en aquel lugar. Eso era algo inusual en una localidad
costera. Pensó que quizás la habían tomado
un domingo, día en que los lugareños suelen ir a la Iglesia. Pero no había duda de que
la tomaron desde un bote.
A pesar
de que la iluminación era buena, la calidad fotográfica dejaba bastante que
desear. No era ningún experto, pero
sabía lo que era un encuadre, y ésta no lo estaba. Si la intención del fotógrafo era mostrar el lugar, había fallado
miserablemente.
Era como
si intencionalmente hubiese querido enfocar la porción de cielo desnudo tras el
gran hotel, donde se encontraba la vieja casona. Pero, exceptuando algunos arbustos cerca de
la orilla, ahí no había nada, al menos a
simple vista.
La foto
era en verdad muy vieja. Estaba
desteñida y, por las características aureolas que habían quedado, manchada
con algún líquido, pero nada de eso le
había suscitado tanto interés como la única palabra garrapateada al reverso. “Ayúdalos”.
Esa sola
palabra, escrita con pluma estilográfica en caligrafía antigua, era todo cuanto
había, fuera de las manchas, que pudiera servir como pista. No había otra marca o fecha, por lo que no
tenía idea de cuando podía datar. El
experto le aseguró que de acuerdo a la calidad del papel y el tipo de
exposición, correspondía a una cámara de fuelle, muy común en los años 30, pero
era imposible precisar la fecha en que había sido tomada. A medida que más indagaba sobre ella, más
intrigado se sentía a cerca de ese lugar.
¿Quién la tomó?, ¿cómo llegó a
ese viejo almanaque?, ¿pertenecían ambos
a la misma persona? Eran preguntas aún sin respuesta.
Sin
embargo, una persistente sensación de angustia lo invadía cuando la observaba. Le recordaba lo que sentía por el cigarrillo
que solía fumar con el café, después de la cena, cuando decidió dejar el hábito.
Era el cigarrillo que más extrañaba. Pero,
¿cómo podía extrañar un lugar que no conocía?
Esa fue, para él, razón suficiente para enviar la fotografía a un
laboratorio, y hacerla analizar por un
sofisticado sistema computacional. Era
un proceso algo costoso, pero él podía pagarlo.
La holgura económica de la que gozaba le abría muchas puertas, y estaba
decidido a emplear todos sus recursos para dilucidar este enigmático episodio
de su vida, y que posiblemente entrañaba su próxima obra. Su inusitada carrera como escritor se había
generado de manera espontánea, tras abandonar sus estudios de ingeniería, y le
permitían hacer con libertad lo que más le gustaba, escribir y viajar. Siempre
iba premunido de una laptop de última generación y de una resma de papel para
su vieja y fiel Remington portátil.
Nunca se sabe si va a haber un enchufe cerca cuando llega la
inspiración, y así podía enviar a su editor el material nuevo desde cualquier
lugar, por correo regular o e–mail. Normalmente
ambos, desde un incidente que se había suscitado hacia un tiempo, cuando su
correo fue interceptado por personas inescrupulosas que intentaron obtener
beneficio económico demandándolo por plagio, lo que le acarreó más molestias
que otra cosa. Fue fácil comprobar su
autoría, pero desde entonces se valía de un código cifrado que sólo él y Dan,
su editor, conocían.
No podía
quitar de su cabeza la imagen de la foto y las interrogantes se sucedían una
tras otra, sin respuesta aparente.
Generalmente era más optimista que eso, pero esta vez era diferente a
cualquier cosa que haya experimentado antes.
Era desconcertante.
Mientras
aguardaba los resultados del laboratorio fotográfico, le asaltó otra duda. El anuario científico, en el que se
encontraba indagando sobre una epidemia que azotó las zonas rurales de Nuevo
México, era del año 1939. Por esos años
el Hanta mató a docenas de personas y a pesar de que aun hoy no tiene cura, la
infección cesó inexplicablemente. Una
cuasi–catástrofe siempre es más atractiva que una catástrofe completa, porque
nunca se sabrá cual pudo ser su verdadero alcance. Era un buen tema para explorar, sobre todo
con las teorías de conspiración gubernamental que estaban tan de moda, pero entonces la foto cayó, y lo cambió
todo. Hacía casi una semana de eso.
Cabía la
posibilidad de que sólo fuera usada como marcador, pero, ¿cuándo? Suelen pasar años sin que alguien solicite
uno de esos viejos almanaques, en especial en bibliotecas tan antiguas como
esa. No pudo notar entre qué páginas se
encontraba, pero si volvía a echarle un vistazo, quizás, al estar apilados,
hubiera quedado una impresión visible de su contorno.
Una vez
que tuvo el análisis en sus manos, pudo constatar con sorpresa que, a parte de
él mismo y del técnico laboratorista, no había sido tocada por nadie, al menos
en los últimos 50 años. Sus huellas eran
las únicas visibles. El tiempo había
borrado casi todo rastro de haber sido manipulada antes ¡Increíble! Y más sorprendente aun fue lo que arrojó el
espectrógrafo de profundidad, utilizado por años para autentificar, o refutar,
fotografías de ovnis y otros fenómenos inexplicables. Por este medio se pueden determinar
distancias entre objetos y sus dimensiones aproximadas, pero lo que este mostró
lo dejó de una pieza.
En una ampliación que le fue entregada se
podía ver que, en el acantilado junto a la casona, no eran arbustos lo que se
observaba sino las siluetas, ahora bien definidas, de tres personas. Una figura femenina sostenía a dos pequeños
de las manos, uno a cada lado. El que
se encontraba al lado derecho de la foto – izquierdo de ella – sostenía el
brazo en alto, señalando en dirección del fotógrafo. El otro, más pequeño, sostenía con amabas
manos la de ella. No se podían
distinguir rostros, pero sus dimensiones eran claramente definibles. El más pequeño tendría unos 4 años y el otro
unos 6 o 7, pero de ella no era posible precisar nada, sólo que era delgada y
vestía una especie de solera que se translucía parcialmente, dejando entrever
algunas curvas sutiles que le resultaron extremadamente atractivas. Después de todo sí había personas en aquel
lugar.
Trató de
imaginar sus rostros, su color de pelo.
Quiso adivinar sus pensamientos en ese instante. ¿No estaban muy cerca de la orilla? Fue
cuando se dio cuenta de que la foto estaba enfocada hacia ellos. ¡Eso era! No trataba de retratar el muelle o el hotel,
ni siquiera a la vieja casona, sino a ellos.
Pero, ¿por qué lo haría? De no
ser por un complicado proceso computacional, no era posible distinguirlos. Pensó que quizás la persona que tomó la
fotografía, a pesar de que no los podía ver con claridad, sabía que estaban ahí
y quiso atesorar ese instante. ¿Sería la
última vez que los viera?, ¿fue él o la fotógrafa quien escribió el escueto
mensaje?, ¿se refería a ellos cuando lo
hizo? No había forma de saberlo. Todo era muy extraño y no lograba aclarar
sus dudas. Más bien se habían multiplicado.
Ahora sólo restaba un último examen posible, mucho más complicado de
conseguir y quizás no ayudaría gran
cosa. Un Análisis de huellas dactilares
con tecnología láser. Era un sistema que venía siendo utilizado desde algunos
años con bastante éxito por el F.B.I.
Fue el usado en el bullado caso Trifa, donde se comprobó mediante este
análisis, la complicidad del obispo rumano, en el exterminio de cientos de
judíos de ese país, mediante una postal enviada por él, al mismísimo
Hitler. Por años rehuyó los análisis
grafológicos de los peritos, pero no pudo con la evidencia de una sola huella
parcial que lo incriminaba.
No obstante,
antes de tomar una decisión tan drástica, debía volver a la biblioteca.
Esa misma
tarde se encontraba nuevamente recorriendo los amplios pasillos del edificio
municipal. El bibliotecario, apellidado
Wilkins según la piocha prendida a su solapa, era un hombre particularmente
circunspecto y muy amable, por lo que no se mostró molesto cuando Karl le pidió
que indagara en los registros si alguien más había solicitado ese almanaque
antes que él, aun cuando debía ser una petición desusada. Pero cuando revisó el enorme libro de
registros le lanzó una mirada de extrañeza y luego dijo en tono cuidadosamente
circunstancial.
–Es
curioso. Desde que trabajo aquí, de eso hacen ya 27 años, nunca antes habían solicitado este ejemplar–.
Karl exhaló aliviado. Por algún motivo esperaba que así fuera.
–Sin
embargo, –continuó –el mismo libro ha sido solicitado por dos personas en menos
de una semana. ¿No le parece curioso?
Karl
sintió que el piso cedía bajo sus pies.
– ¿H–Ha
dicho que alguien más lo pidió antes que mi?
–No,
joven. Lo que dije es que es extraño que después de todo ese tiempo, lo
solicitaran dos personas con pocos días de diferencia. De hecho, fue pedido
esta misma tarde.
No podía
creer lo que oía.
–¿Se lo
llevó en préstamo? –preguntó con apenas un hilo de voz.
–No –respondió
el bibliotecario con tono solemne –ese tipo de ejemplares tan antiguos son muy
escasos y usualmente las bibliotecas como estas, cuentan sólo con un ejemplar,
por lo que son facilitados solamente en calidad de consulta.
Al menos
eso le dejaba una esperanza.
–¿Puedo
saber quién lo solicitó? −Wilkins alzó una ceja con sierto dejo de molestia.
–Esa
información es confidencial –dijo.
Karl no
quiso parecer grosero, por lo que no insistió y solicitó nuevamente el libro al
bibliotecario, que ya empezaba a mirarlo con malos ojos.
Era de
esperar que esta vez tardara menos en encontrarlo. Sin embargo tardó bastante. Pudo escuchar que alguien discutía entre los
pasillos repletos de libros, pero no estaba seguro de que se tratara de Wilkins. Después de varios minutos apareció por uno de
los pasillos laterales, claramente ofuscado.
Traía el libro en sus manos.
Con gran
esfuerzo éste recuperó la compostura y luego de confirmar sus datos, se lo
entregó. No le preocupaba que lo
reconociera, porque casi nadie sabía su verdadero nombre, y Wilkins no tenía el
tipo del lector de Best Sellers. Sabía
que no era buen momento para hacer preguntas, por lo que decidió esperar a que
estuviera más calmado.
Cuando se
situó entre los bancos del gran salón de lectura, se encontraba complemente
solo, pero mientras permaneció ahí no dejó de sentirse observado. Lanzó varias miradas a su alrededor sólo para
confirmar que el Señor Wilkins, ensimismado en sus papeles, era toda la
compañía que tenía en ese enorme lugar.
Sin embargo la persistente sensación no cesaba. Era como si alguien respirara en su
nuca. De no ser porque todo parecía
indicar que algo turbio se estaba gestando en torno a la dichosa fotografía,
habría pensado que se trataba de uno de sus ataques. Más aun cuando notó consternado, a juzgar por
los restos aun adheridos al libro, que algunas páginas habían sido recientemente
arrancadas a toda prisa.
Esto era
del todo inesperado y desconcertante.
Resultaba estúpido pensar que alguien quisiera evitar que viera esas
páginas cuando bastaba con encontrar otra copia, por difícil que fuera, para
cotejar las faltantes. Después de todo
ni siquiera él sabía lo que buscaba. A
menos que eso fuese precisamente lo que querían que hiciera. Pero, ¿quién?, ¿por qué alguien se tomaría
tantas molestias?
Rápidamente
tomó nota mental de las páginas perdidas, e informó del hecho, que fue recibido
con gran malestar por el señor Wilkins. Al sugerir que pudo ser la persona que lo
había pedido poco antes, este le informó que era parte del reglamento interno
el revisar cuidadosamente cualquier anomalía de que pudieran ser objeto los
libros antes ser recepcionados. Los
documentos del cliente eran retenidos
durante el proceso, lo que hacía virtualmente imposible que alguien
pudiera practicar tal acto de vandalismo y salir incólume.
Fue muy enfático al decir esto,
por lo que no le extrañó que un par de guardias descomunales se situaran detrás
de él cuando el bibliotecario terminara su alocución. Este lo observaba con suspicacia por sobre
sus diminutos bifocales, mientras era registrado exhaustivamente por uno de los
vigilantes uniformados, que parecía más un Seal que un guardia de
biblioteca. Resultaba ultrajante, y estuvo a punto de
revelar quién era en realidad, pero se contuvo. Intuyó
que probablemente no era tan desusado que esto ocurriera.
De pronto entre las galerías de libros detrás de Wilkins, vio pasar la
figura grotesca de un hombre que, amparado por las sombras, lo observaba
insistentemente, casi con insolencia.
Parecía caminar con dificultad, como si rengueara de una pierna, y no le
despegaba la vista de encima. Sintió la
misma inquietante sensación que lo había invadido cuando hojeaba el libro. Pese
a la escasa iluminación, pudo notar que
su anatomía no concordaba con la de un dependiente de biblioteca. Aunque vistiera la misma cotona que los demás
empleados, parecía más un estibador. Su
espalda estaba curvada sobre un abultado abdomen y su casi inexistente cuello
sostenía una voluminosa cabeza empotrada entre unos hombros corpulentos. Debió hacer grandes esfuerzos para no quitar
la vista ante la insistente mirada de aquel hombre de andar bamboleante. Algo le decía que aquella figura sombría se
relacionaba con los extraños acontecimientos que se venían produciendo.
No fue hasta que un fugaz rayo de luz iluminó su cara brevemente, que
pudo ver con definición sus facciones, y nada de lo que su fértil imaginación
pudiera concebir, lo habría preparado para lo que vio.
Su frente estrecha y de aspecto simiesco coronaba un rostro
sudoroso de rasgos toscos y expresión
nauseabunda. Su mandíbula,
exageradamente prominente, sobresalía de unos pómulos pequeños que contrastaban
con sus labios grotescamente gruesos y
deformados por una fea cicatriz leporina. Tenía una nariz diminuta, ancha y
torcida presumiblemente por un golpe.
Pero lo que más impresionó a Karl fueron sus ojos. No eran los ojos de una persona normal. Hundidos y ligeramente desviados hacia
afuera, eran tan negros como sus cabellos, y su mirada extraviada, no reflejaba
emoción alguna. Lucían fríos e
inexpresivos como los ojos de un pez muerto.
En el breve instante en que sus pupilas se encontraron, creyó ver que
una grotesca mueca burlona se dibujó en su feo rostro, aunque bien pudo
tratarse de una expresión de desprecio. Karl
involuntariamente se estremeció ante tan
repulsiva visión, lo que no paso inadvertido por el, ahora sardónico, Señor
Wilkins. Este miró a sus espaldas y pudo
ver lo mismo que Karl. Con un violento
gesto de la cabeza le indicó al individuo que se retirara. Este súbitamente cambió su expresión por la
de un odio profundo, y sin despegarle la vista a Wilkins, en una clara actitud
desafiante, retrocedió lentamente hasta que su horrible rostro volvió a
desaparecer entre las sombras. Pronto
su figura se perdió entre los pasillos,
desplazándose con una agilidad de la que no lo creía capaz.
No le cabía la menor duda de quién había arrancado las páginas. Cuando
los guardias se dieron por vencidos, Karl vio que sobre el mesón había varios
papeles que contenían tablas con listados de nombres y una serie de casillas
donde había varias cruces, seguramente marcadas por Wilkins. Al parecer se trataba de una clase de
evaluación de empleados, de esas que suelen hacer periódicamente en algunas instituciones
públicas. De seguro, pensó, el hombre de
las sombras con esa actitud no habría aprobado la última, por lo que supuso que
era relativamente nuevo en ese trabajo, pero sospechó que no obtendría más
colaboración de Wilkins si trataba de indagar algo sobre aquel individuo. Entonces ideó algo arriesgado, pero de
resultar, podría aclarar algunas incógnitas. Se acomodó las ropas fingiendo más
molestia de la que en realidad sentía, e intencionalmente le largó a Wilkins
una pachotada.
–Ahora
que puede estar seguro de que no fui yo, ¿Por qué no indaga entre su personal?
¿Quizás si le pregunta a Cuasimodo…?- y al decir esto parodió el gesto de
Wilkins en dirección del pasillo donde había estado aquel hombre, ante lo que
Wilkins respondió.
– Señor
Muller.
–Se pronuncia
Miuler –corrigió arrebatándole los documentos de las manos.
–Muy
bien. Señor Miuler, comprendo su disgusto y le pido disculpas por las molestias
causadas, pero eso no le da derecho a descalificar al personal de esta
institución…
–Pero
Usted sí tiene derecho de ofender a las personas, arbitrariamente y sin
consideración alguna –repuso airado.
–Dadas
las circunstancias…
–Dadas
las circunstancias podría demandarlo por injurias, acoso y abuso de autoridad
por parte de sus gorilas…– y lanzó un fuerte manotazo sobre el mesón haciendo
volar los papeles por todo el lugar.
–Es
suficiente –dijo Wilkins que para entonces había perdido su aire flemático y la
paciencia–. Si tiene algún reclamo que hacer, puede dirigirse al ayuntamiento y
hablar con el director o con el alcalde si quiere, pero no permitiré escándalos
en mi biblioteca. Acompañen al Señor “Muller” a la salida, y asegúrense de que
no vuelva a entrar o ustedes tampoco lo harán.
Los
guardias comenzaban a sonreírse ante la idea de lanzar fuera de la biblioteca
al molesto alfeñique que acababa de llamarlos gorilas.
Karl
comprendió que arriesgaba algo más que su ingreso a la biblioteca. Imaginó la
escena en cámara lenta. Sus cabellos flameando mientras volaba por los aires
escaleras abajo, por lo que trató de bajarle el perfil a la situación y de
pasada, evitar una pateadura en el trasero.
–Eso no será necesario Señor, –dijo antes de que
todo se fuera al demonio –creo que estoy tratando con personas civilizadas y si
me excedí fue porque ustedes lo hicieron primero. Además conozco perfectamente la salida. No es necesario que me acompañen.
Los
guardias hicieron ademán de querer tomarlo por los brazos, pero Wilkins los
detuvo con un gesto de la mano. Se
mostraron decepcionados. Finalmente Karl dijo con gran solemnidad.
–Adiós
Señor Wilkins, le aseguro que sabrá pronto de mí.
Dio media
vuelta y salió presuroso, por si cambiaban de opinión.
El
incidente después de todo había resultado provechoso. Cuando descendía por las imponentes escaleras
del enorme lobby, se palpó el bolsillo de la chaqueta sólo para estar seguro de
que aún conservaba el listado con los preciados nombres.
Tras
asegurarse de que no lo seguían, al ver a uno de lo dependientes ingresando con
algunos sobres de FED–EX, tuvo el impulso de interceptarlo para obtener algo de
información adicional. La inicial
reticencia del sujeto, se desvaneció por completo cuando Karl recurrió a la
infalible táctica de persuasión económica.
–¡Claro
hermano! te cuento.
Bastó que
le mostrara un billete de cincuenta para
que este iniciara una alocución tan aparatosa y verborréica que comenzó a
llamar la atención de los transeúntes, por lo que le puso el billete en el
bolsillo del delantal y lo llevó del brazo a un rincón más apartado. No sólo parecía estar drogado sino también
aborrecer al otro individuo. Supo que su
nombre era Walter Ramírez y que se encontraba haciendo un reemplazo temporal
por enfermedad de uno de los empleados
más antiguos, pero eso no era todo. El
empleado le confidenció en voz baja, como si temiera ser escuchado por los
muros, que las circunstancias en que esto había ocurrido habían sido muy
extrañas. Su colega, de nombre Albert
Morán que se dedica a la clasificación y mantención de los archivos, en más de
15 años de trabajar ahí, nunca se había ausentado sin justificar previamente el
motivo. Era muy laborioso y cuidadoso de
sus deberes, pues como inmigrante que era, siempre temía perder su
trabajo. Contaba con la entera confianza
de Wilkins, y en un principio no llamó demasiado la atención que sólo llamara
informando de una fuerte laringitis que lo mantendría en cama por varios días.
Lo
extraño fue lo que vino después. Se había
encargado de ubicar un reemplazo temporal, un coterráneo según dijo, que estaba
alojando con él y que además tenía experiencia en archivos. Informó también que
él mismo se encargaría de pagarle por
sus servicios. Debido a su constante
preocupación por su empleo, esto no extraño demasiado y la administración pensó
que era una buena idea, porque les evitaba la engorrosa labor de buscar a alguien
más. Pero los problemas surgieron desde
el comienzo.
Algunos
archivos se extraviaron y pronto comenzaron a haber roces entre Walter Ramírez
y el resto del personal. Se echaban la
culpa unos a otros de las desapariciones, y su actitud hostil y poco sociable
no pasó inadvertida por los demás. Se
produjeron nuevas ausencias, algunos hastiados por las constantes discusiones,
otros sin justificar y comenzó a correr la voz de que Ramírez podía estar
relacionado con las desapariciones, porque generalmente estas ocurrían después
de haberse producido un altercado entre
éste y el supuesto desertor. Ninguno se
atrevía a hablar, puesto que se sentían intimidados por el recién llegado. Por su parte, éste no hablaba con nadie, y
cuando se le preguntaba por la salud de
su compañero contestaba con evasivas o comenzaba a vociferar que no era asunto
suyo, que lo estaban segregando porque era extranjero y cosas así, lo que por
supuesto no era cierto. “Albertito”,
como solían llamarlo, contaba con el aprecio de todos sus colegas. Todo esto
los tenía muy nerviosos, y el ambiente de trabajo se había tornado tenso desde
el día que llegó, el mismo día que Karl
encontró la foto.
Dado que
no aparecía ningún teléfono registrado a su nombre, nadie se atrevió a
corroborar personalmente la historia de Albert, ya sea por temor a Walter
Ramírez o porque desconocían la verdadera relación que existía entre ellos, y no querían
arriesgarse a descubrir algo turbio.
Albert era una persona muy querida y respetada, pero no se le conocía
familia. Era muy reservado y no se sabía
casi nada de su vida personal.
Era mucho
más de lo que esperaba por sus cincuenta dólares. De haber sabido que sería así de fácil, no se
habría arriesgado a una paliza por robarse el listado.
Comenzaba
a oler problemas. No quería verse
involucrado en un asunto policiaco, pero tampoco podía renunciar a su
búsqueda. Resolvió buscar en otra
biblioteca. Llamaría a la policía por la
mañana para aclarar la presunta enfermedad de Albert Morán. Tenía un muy mal presentimiento respecto a
todo ese asunto.
La
biblioteca universitaria de San Marino tenía fama de ser una de las más
completas del estado, por lo que se dirigió allá, en su New Beetle azul
metálico. Una vez ubicado el ejemplar,
examinó de inmediato las páginas, buscando con avidez cualquier indicio que le
ayudara a resolver el misterio de la fotografía. Pero no encontró absolutamente nada.
Nada
sospechoso, ni remotamente digno de ser destacado. Sólo hechos aislados y estadísticas que no
arrojaban ninguna luz sobre las tinieblas que parecían rodear el extraño
caso. Después de tanto buscar se
encontraba igual que al principio, excepto por la persistente sensación de ser
observado.
Esa
noche, de regreso en su cuarto de hotel, se quedó pensando en todo lo que había
ocurrido, y por más que se devanó los sesos, no pudo enlazar ninguno de los
sucesos acaecidos aquel día. Esto,
sumado a la inexplicable atracción que sentía por la mujer de la fotografía, lo
mantuvo despierto hasta altas horas de la noche. Sólo pudo conciliar el sueño después de
recurrir a una práctica adolescente casi olvidada, que le dejaba dormir cuando
la tensión acumulada por sus bullentes hormonas no se lo permitía. Recordó la imagen ampliada de la mujer, su
proporcionada figura, sus caderas redondeadas, sus piernas que parecían
esculpidas por un artista, sus cabellos largos y ondulados serpenteando
hipnóticamente alrededor de su bello rostro sonriente, mirándolo con seductora
ternura, contoneando su voluptuoso cuerpo entre traslucidas sábanas de satín,
con movimientos ondulantes, que dejaban ver sus
atractivas formas.
Todo iba
de maravilla, hasta que recordó que, si no estaba muerta, tendría más de
noventa años. Desistió. Era una atracción descabellada, fuera de toda
lógica. De todas formas, esa noche, el
sueño lo venció con la imagen de su rostro sonriéndole. Pero no soñó nada agradable.
Se
encontraba de vuelta en aquella carretera sombría y lluviosa, inmerso en la atmósfera
asfixiante de la Ford
Explorer , envuelto en la misma oscuridad que sólo los
relámpagos rompían con su agobiante flash.
La memoria lo traicionaba al negarle el recuerdo de lo que había
experimentado antes, condenándolo a repetir torpemente las acciones que lo
conducían al mismo fatídico final. Pero esta vez, iluminado por el último rayo,
en un atisbo fugaz, creyó distinguir el rostro del conductor y algo en él le
resultó inquietantemente familiar.
El Sol
entraba a raudales por los ventanales inundándolo todo con su sofocante
radiación. Pese al calor nocturno, prefirió
apagar los ventiladores del cielo raso, que soportar su insufrible zumbido, y
dejar las ventanas abiertas y las cortinas descorridas, pero ahora lamentaba
haber pedido la habitación con orientación Norte. Solía ser bastante austero en su diario
vivir, no por tacañería si no por que sus padres lo habían formado de forma
sencilla, sin excesos tecnológicos que terminaban por complicar la existencia
en lugar de hacerla más fácil, sin embargo no volvería a alojarse en un hotel sin aire acondicionado. Después de tomar una ducha para sacarse el
sudor, pidió el desayuno y el diario local como todas las mañanas. Se sentó en la mesita de merienda junto
a la ventana para sentir la casi
inexistente brisa matinal y se dispuso a disfrutar de los huevos revueltos, que
le parecían más apetitosos que de
costumbre. Unas rebanadas de pan de
molde integral, café y leche descremada completaban el frugal desayuno. Untó el pan en los huevos y le dio un gran
mordisco, sorbiendo de tragos cortos el café con leche para deglutir suavemente
lo que él consideraba “la mezcla
perfecta de sabores”, pero su garganta se cerró súbitamente, al ver de
reojo el periódico sobre la mesa. Medio
asfixiado aun, lo tomó bruscamente.
Junto al encabezado se leía el siguiente artículo:
Extraño crimen de bibliotecario
Cuerpo fue hallado por vecinos
En
horas de la tarde de ayer fue descubierto en su
departamento, el cadáver del funcionario municipal Albert Morán, quien
se había ausentado de su trabajo desde hacía una semana por supuesta
enfermedad. Alertada por los vecinos, la Policía realizó el macabro hallazgo y, según
informó el vocero oficial, aún se ignora el móvil del crimen, pero investigan a
un posible sospechoso.
Ver página 9.
Con manos
temblorosas buscó el artículo que entregaba detalles escabrosos sobre el
caso. Sus ojos no podían dar crédito a
lo que leía. Todo indicaba que había
sido víctima de un asalto en su departamento, pese a que la cerradura se
encontraba intacta. Esto, y el hecho de
que nadie oyera nada extraño, hacían pensar que el occiso conocía al
agresor. El hombre había sido maniatado
a la cama con alambre y posteriormente estrangulado, al parecer por alguien muy
fuerte, por las marcas en su cuello y las lesiones cervicales. Llevaba una semana muerto y los vecinos
alarmados por el hedor, dieron aviso ese día.
El calor y las ratas no habían dejado mucho a los peritos. También se enteró de que alguien había cohabitado con el cadáver, pero
a parte de los fuertes pasos y portazos, algo inusual en ese departamento, nadie
vio salir o entrar a alguien.
A medida
que se adentraba en la lectura sentía que las fuerzas le flaqueaban. El vacío en su estómago le provocaba mareos,
pero después de eso no podía terminar el desayuno.
El
artículo también reseñaba algo que él ya sabía.
El principal sospechoso, de iniciales “W. R.”, presumiblemente un alias,
y quien trabajaba en la misma institución,
abandonó esa misma tarde el trabajo y no volvió a ser visto. Se desconocía su verdadera identidad y la
policía lo buscaba por su posible vinculación con otros tres crímenes. Su descripción y retrato hablado habían sido
distribuidos por todas las Jefaturas de Policía local.
Sabía lo
que ocurriría a continuación. La Policía
realizaría extensos allanamientos en las barriadas latinas. Era el
procedimiento habitual en estos casos, y usualmente terminaban con la
deportación de numerosos ilegales y enfrentamientos con las pandillas locales,
lo que no mejoraba en absoluto su ya deteriorada imagen. En sus viajes, había conocido a muchos
latinos y lo que tenía que decir era más bueno que malo. Generalmente eran personas esforzadas y de
trato cálido, pero marcadas por el sino
de las naciones tercermundistas. Como
inmigrantes siempre serían tratados como extranjeros poco apreciados y este
caso no sería ninguna excepción. Mucha
gente inocente sufriría con esto, y lo
lamentaba sinceramente, porque en lo más profundo sabía que no se relacionaba
con el tráfico de drogas o un ajuste de
cuentas entre pandillas como afirmaba la Policía.
Walter
Ramírez, o como se llamara, debió dejar la biblioteca poco después de que él
saliera. Recordó la persistente sensación de que lo observaban en la
biblioteca universitaria y la posibilidad de que se tratara de él, le erizó la
piel. De ser así, ¿qué pretendía?, ¿por
qué le interesaría su investigación?, ¿trataba de evitar que descubriera algo,
o lo contrario?, ¿cuál sería su real intención y qué tan importante era para
él, que lo llevara a matar por ello? De
lo que si estaba seguro era que el tipo
estaba dispuesto a todo para lograrlo y que si no hacía algo al respecto, su
seguridad se vería seriamente comprometida.
No bastaba pensar que algo de vigilancia policíaca lo disuadiría, porque
ese hombre estaba loco. Lo pudo leer en
sus ojos vidriosos y sin vida.
Cualesquiera que fueran sus
motivos, nada le impediría llegar hasta él y hacerlo su próxima víctima.
–Vamos,
–se dijo en voz alta –No es momento de jugar al detective.
Por más
que lo deseara, no se convertiría en uno
sus personajes heroicos. Esto era real,
demasiado para su gusto.
Debía
llamar a la Policía y contarles todo desde el principio. Ellos sabrían qué hacer, y a lo mejor
conseguiría que indirectamente le ayudaran con sus propias indagaciones. Quizás le permitieran acceder al Archivo
Nacional de Huellas y determinar, de una
vez por todas, el origen de la fotografía.
“Sí, como
no”.
Imaginó
la expresión burlona del policía cuando le preguntara en tono sarcástico “¿Ha
tomado algún medicamento mezclado con alcohol últimamente?”. De nada serviría omitir algunos hechos. Por el contrario, podría empeorar todo.
Adiós
llamada. Tendría que procurarse
protección por las suyas.
Nunca le
gustaron las armas, pero era eso, o enfrentar con las manos desnudas a un
psicópata despiadado.
Optó por
lo primero.
Le
sorprendió lo sencillo que fue hacerse de una.
Fue un taxista quien le dio el dato.
El tipo pareció compadecerse del afligido Karl, que no podía disimular
su nerviosismo. Afirmó que ellos también
necesitaban eventualmente de protección adicional. El lugar era una armería bien establecida,
curiosamente cerca del Centro, cuyo dueño era un ex– uniformado, por las fotos
en el aparador. Cuando Karl se disponía
a contarle sus motivos, este le interrumpió ásperamente.
–No me
interesa para qué la quiere o lo que haga con ella. Ud. nunca estuvo aquí. Si lo agarran con ella invente lo que quiera,
pero jamás mencione este lugar. Recuerde
que conozco a mucha gente, y que tengo sus datos.
A buen entendedor pocas palabras.
La elegida fue una Beretta 9 mm. automática. Tras esperar 15 minutos, el armero le hizo
entrega de la documentación en regla, el manual de mantención, dos cargadores,
una funda y una caja de balas, sin preguntas ni facturas, pero debió pagar tres
veces el valor de mercado. Ahora sólo
debía cuidarse de ser sorprendido por la policía con ella. No tenía cómo hacerse de un permiso para
portarla.
Cada vez
que sentía su peso y contundencia se convencía más de que había hecho lo
correcto.
Aquella
mañana, cuando salió del Hotel, se sentía como cervatillo en la mira. Procuraba evitar la mirada de los transeúntes
por temor a toparse con aquellos ojos vidriosos de mirada vacía. Pero ahora él era el cazador.
Al salir
de la armería lanzó un vistazo a su alrededor, escrutando bajo sus Ray–Ban
modelo piloto, cada edificio, cada esquina.
Sabía que él lo observaba desde algún rincón, esperando la oportunidad
de abalanzársele, y ansiaba hacerle saber que no le haría las cosas fáciles. Acomodó el arma bajo su casaca sin disimular
siquiera y cruzó la calle en dirección a un bar. Pensó que quizás un trago le ayudara a
aliviar tensiones, aunque sabía
perfectamente que el alcohol y las armas no hacían buena pareja, sin embargo,
tal vez inconscientemente, sólo buscaba la forma de procurarse un poco de
valor.
***
Simulando
hacer una llamada desde una cabina
telefónica en el bar frente a la armería, W. R. miraba con los ojos inyectados en sangre a
aquel individuo que lo obligaba a ocultarse de día. No le había costado trabajo dar con él. Su olfato lo había guiado. Podía distinguir un aroma de entre miles, y
este le resultaba tanto familiar como desagradable. De no ser por él, su secreto permanecería a
salvo. Tenía el mismo rostro delgado, el
mismo color de pelo, los mismos ojos. Se
preguntó cómo era posible que tuviera que matar al mismo hombre dos veces. Pero este se veía más temeroso. No tenía la actitud de antes. Se estremeció al recordar esa mirada que casi
lo hizo salir huyendo. Este no parecía
el mismo hombre. Aun no sabía cómo había
hecho para dar con la maldita fotografía, ni por qué volvió por ella después de
tantos años. Tampoco sabía por qué se
veía tan joven. ¿Sería como él? De ser así tendría que andar con más cuidado,
pues no sabría qué habilidad ocultaría tras esa apariencia debilucha. La última vez salió muy mal herido y por poco
casi no lo cuenta. Después de 70 años,
las cicatrices aun le dolían. Pero no se
la quitaría otra vez. No dejaría que se
la llevara. Era suya, le
pertenecía. No permitiría que lo
ocurrido esa horrible noche saliera a la luz, no después de todo lo que había
hecho para mantenerlo en secreto.
Mientras se mantuviera lejos de las calles estaría a salvo.
***
De pronto
notó que los vidrios del bar eran ahumados y que probablemente no dejarían ver
a través de ellos. Al menos eso esperaba.Súbitamente el extraño comenzó a cruzar la calle en
dirección suya. Creyó que lo había descubierto y se estremeció dentro de la
estrecha cabina. Se acercaba con paso
decidido, sin quitarle la vista de encima.
Estuvo a punto de saltar de su escondite y escabullirse por la salida
trasera, pero se contuvo. Su corazón quería arrancar de su pecho y sus
músculos se tensaron preparando su reacción.
Si tenía que defenderse, se le pondría difícil en aquel estrecho
lugar.
Aguardó
inmóvil, esperando que el extraño pasara de largo, pero no fue así.
Se detuvo
justo frente a él. Sólo los separaban pocos
milímetros de vidrio. El miedo se
transformó en ira incontrolable. Sintió
deseos de saltar sobre él y hacerlo pedazos.
Sabía que estaba armado, pero
también sabía de lo que era capaz.
Su fuerza descomunal y rápidos reflejos le otorgaban una considerable ventaja, pero no podía fiarse
del extraño. No después de la última
vez. Deseó poder estrujar su tráquea y
disfrutar de su rostro desencajado por el dolor justo antes de quebrarle el
cuello. Inconscientemente extendió su
mano libre hasta casi tocar el vidrio con los dedos, y jugueteó en el aire con
la idea de aprisionar la garganta que se encontraba a tan sólo unos centímetros. Sus manos eran toscas velludas y fuertes como
garras de oso. En comparación aquel
cuello delgado parecía infantil. Le
bastaría un pequeño apretón y…
Una mano
sobre su hombro lo sobresaltó y temiendo lo peor se aprestó para salir peleando
de ahí. Pero sus posibilidades de salir
vivo serían escasas si eran policías.
¿El intruso le había tendido una trampa? Tenía las fuerzas para partirle
la espalda a cualquiera, pero las balas, eso era otra cosa. El miedo lo petrificó.
Una voz
chillona de hombre viejo lo sacudió de su transe.
–Oiga
amigo, ¿piensa llamar o qué?
Vio cómo
el extraño movía la cabeza de un lado a otro, mientras recorría su barba rala
con la mano, esbozando una sonrisa. Observaba
su propio reflejo. No podía verlo.
El miedo
desapareció y pensó en aplastarle los huesos de la mano al tipo que lo
hostigaba, pero era peligroso dejarse llevar por la ira bajo esas circunstancias. Ante la insistencia del viejo, y apenas
reprimiendo los deseos de hundirle el
cráneo, colgó el auricular empapado en sudor. Mordiéndose los labios salió de la cabina
evitando la mirada del anciano que siguió vociferando insultos a sus espaldas. Suficientes problemas tenía esquivando a los
polis como para centrar la atención de todo el bar sobre él. El viejo corrió con suerte esta vez. De ser otras las circunstancias, no lo
contaría.
***
Pese a que
el reflejo de la vitrina le devolvía la imagen de un hombre bien parecido, pues
lo era, le pareció que aparentaba más edad de la que tenía, y eso no le
agradó. No era la deslavada casaca de
mezclilla sin mangas que llevaba sobre la camisa a cuadros arremangada, ni los
jeans desteñidos, ni las botas vaqueras color café, que no se quitaba ni en Invierno
ni en Verano. Algo en su actitud había
cambiado. Se veía más agresivo. El seño
fruncido quizás, reflejo de su verdadero estado de ánimo. Y es que se sentía disgustado por todo. El arma, la fotografía, el periódico de esa
mañana, el desayuno que no pudo tragar y por sobre todo el maldito de W.
R. Aborrecía su figura de orangután
barrigudo y sus ojos de pez muerto, pero lo que más odiaba era el miedo que le
producía. Sabía de lo que era
capaz. No era más que un animal, un
maldito demente que merecía la inyección letal por el sólo hecho de haber
nacido engendro. A pesar del temor que
le inspiraba, no dudaría en descerrajarle un tiro en su horrible rostro si se
presentaba la oportunidad. Si el
desgraciado creía que lo disuadiría, le esperaba una sorpresa.
Un corte de pelo no le vendría nada mal. Quizás era lo que necesitaba para darle un
nuevo aire a su apariencia. No lo
rejuvenecería pero podría hacer la diferencia para compensar su estado de
ánimo.
Después
de todo era muy temprano para un trago.
Le sonrió
a su imagen sólo para ver a alguien que le brindara una sonrisa amable, aun que
fuera su propio reflejo. Repentinamente
la sensación de ser observado se hizo más fuerte. Volvió a ser el cervatillo
asustado. Ni la pistola, ni encontrarse
a plena luz del día lo hizo sentir más seguro.
–¡Maldito
seas! –vociferó entre dientes. Poco le importó lo que pudieran pensar de él en
ese momento. Sintió impotencia y rabia
por no poder controlar sus temores. Uno
de los psiquiatras que lo había tratado le dijo una vez, que no debía
preocuparse demasiado por todo eso, que muchas veces el cerebro funcionaba
mejor bajo presión. Quizás fue eso lo
que le ocurrió entonces, porque recordó las páginas faltantes y su infructuosa
búsqueda, y una idea escalofriante cruzó su mente. ¿Pudiera ser eso
precisamente lo que buscaba W. R., confundirlo para alejarlo de la verdad? Al notar las páginas supuso prematuramente
que la foto se encontraría entre ellas. Quizás había subestimado su capacidad,
dejándose llevar por su juego y desviando su atención en la dirección errada,
pero no era demasiado tarde. Corrió a su
automóvil. Si tenía razón y efectivamente había quedado una marca visible de la
fotografía entre las páginas…, pero no podía estar seguro. Supuso que Wilkins no le dio oportunidad de
deshacerse del libro y fue todo lo que pudo hacer para ganar tiempo. ¿Tiempo
para qué? Era poco probable que, si su
verdadera intención era evitar que volviera a ver el almanaque, este aun
se encontrara allí, pero de momento era
la única pista que tenía. Debía volver a
la biblioteca.
Ahora no sólo era una competencia de tenacidad
sino una lucha intelectual. Su mente
creativa contra la mente criminal de W.R.
Una formación llena de valores como la que sus
padres le entregaran, supondría una enorme desventaja frente a alguien que no
teme actuar fuera de la ley, pero no era ese su caso. Sus investigaciones para sus novelas lo
habían llevado por los rincones más oscuros de la mente humana. Podía emular casi con perfección el funcionamiento
intelectual de diversos tipos de sociópatas y eso le valió el reconocimiento de
la Sociedad Americana de Psiquiatría, que había incluido algunas de sus obras
entre los textos de estudios del área de investigación y criminalística del
FBI, y en más de una oportunidad fue consultado por la Policía para resolver
algunos de los casos de mayor complejidad de los últimos años. La diferencia radicaba en que este caso le
afectaba directamente y debía mantener la mente fría para equilibrar la
balanza. Pero como pudo constatar luego,
eso no sería suficiente.
Cuando
tomaba por Park Av., se encontró con un cordón policial que le cortaba el
paso. Instintivamente pegó el codo en su
costado para disimular el bulto en la chaqueta. De ser un control rutinario revisarían los
vehículos, pero sólo los estaban desviando.
Ni siquiera las sirenas lo previnieron para lo que vería cuando doblaba
la esquina.
Una
enorme columna de humo se elevaba por sobre los
edificios, y directamente bajo ella, la Biblioteca Municipal de San
Marino.
El cuadro
era dantesco. Los carros de bomberos se
agolpaban a los pies de las imponentes escaleras, mientras decenas de chorros blanquecinos trataban de sofocar las llamas que,
como lenguas de fuego oscilando una danza macabra, sobresalían por puertas y
ventanas de todo el recinto.
Karl se
congeló ante la terrible visión, y no reaccionó hasta que un policía le ordenó
por altavoz que se moviera.
–Maldición,
–murmuró –el maldito se me adelantó otra vez.
Estaba
seguro de que no había sido un accidente.
Las pérdidas debieron ser
incalculables, pero deseó que alcanzaran
a evacuar el edificio antes de que las llamas se propagaran. Esta vez WR se había excedido. Se preguntó por qué lo habría hecho, ¿no
bastaba con deshacerse del Almanaque, o habría algo más que deseaba ocultar?
Era eso o trataba de silenciar a alguien.
Tal vez ese alguien lo sorprendió tratando de llevarse el ejemplar, y si
no estaba sólo, las cosas se complicarían al punto de tener que incendiarlo
todo para ocultar las huellas de un nuevo crimen. Era una
forma extrema de proceder, pero nada extraña en un individuo de las
características sicopáticas de W.R.
Tenía todas las condiciones de un psicópata esquizoide, pero no parecía
ser de los que maquinara sus crímenes de formas
complejas, no tenía el tipo intelectual.
Si sus elucubraciones eran correctas o no,
lo sabría pronto por las noticias, y de ser así, se estaba quedando sin
testigos que confirmaran sus conjeturas sobre una posible conspiración para
ocultar algo turbio, y cuya única clave parecía encontrarse en esa
fotografía. Este inesperado vuelco de
los acontecimientos lo obligaba reconsiderar sus prioridades y a tomar una
dedición que venía evadiendo desde hacía largo rato. Antes había pensado que era precipitado
recurrir a las autoridades, pero si no hacía algo pronto, podría estar otorgándole
a WR la oportunidad que necesitaba para tomar
la delantera una vez más, y ésta, bien podría ser la última para él. Si jugaba bien sus cartas, ni el policía más
escéptico de la Ciudad podría negar que, como solían decir en su propia jerga,
“algo podrido se olía ahí”.
***
Sus recuerdos eran difusos. Cuando despertó aquella mañana, hacía varios años ya, no sabía dónde se encontraba, ni recordaba cual era su origen, sólo tenía relampagueos de épocas lejanas, cuando era un pequeño atormentado por temores más allá de su comprensión. Nunca había sentido la necesidad de asociación y aborrecía tener que relacionarse con esas odiosas criaturas, por lo que la soledad había sido su única compañera en los últimos años. Pero en realidad no se encontraba completamente sólo. Voces ululantes que llenaban su cerebro no cesaban de manifestarse ni siquiera cuando dormía, provocándole pesadillas horrendas que lo despertaban en medio de gritos de terror, que lo torturaban de día y de noche. Las recordaba desde siempre. Al principio creía que eran susurros que sus sensibles oídos traían de transeúntes lejanos, pero pronto comprendió que provenían de su interior, como si varias entidades cohabitaran en su cerebro. A veces brotaban pensamientos difusos, caóticos, que sin embargo parecían ecos de los suyos, con fuertes cargas emocionales que no le eran del todo ajenas. El miedo y el odio lo invadían súbitamente, haciéndolo estremecer hasta la médula, pero no era lo único que solía experimentar. Muchas veces podía ver imágenes inconexas y sensaciones angustiantes que no le eran ni remotamente familiares, y que creía lo volverían loco, sin embargo parecían tan reales como si las estuviera viendo con sus propios ojos y experimentando en carne propia. A veces era como si estuviera viendo a través de los ojos de alguien más. A veces le parecía que casi podían oírle.
Aprendió
a ignorarlos con el tiempo, como ruido de fondo de sus propios pensamientos,
pero en ocasiones, casi podía oler la sangre como cuando acababa con sus presas
tras la cacería. También las había que
casi no podía respirar por la ansiedad que le
causaban. Sentía que un peligro inimaginable
se cernía implacable, y de pronto toda sensación desaparecía tan abrúptamente
como había llegado.
Continuará...
Sacro Imperium
El Primer despertar
3 de Marzo de 1985.
Latitud 33º14´25”; longitud 72º2´24”.
Puerto de San Antonio, a 104 Km . de Santiago, Chile.
7:44pm.
El pánico se apoderaba de los aterrados
ocupantes del complejo subterráneo, construido a prisa entre tiros de minas de
oro abandonados hacía decenios. Todos
corrían despavoridos de un lado a otro, mientras, a 10.000 Km . de ese remoto
lugar, la escena era observada con extraordinaria frialdad, por un hombre de
oscuro semblante, del que sólo su silueta era visible a través de la enorme
pantalla de plasma. Pese a que contaban con equipos tan
sofisticados que adelantaban en décadas a los existentes en el exterior, la
transmisión estaba plagada de interferencia, por lo que las imágenes
mostraban sólo parcialmente la verdadera
magnitud del caos reinante.
Entre carreras desbocadas y alarmas que
ululaban por doquier, una voz profunda, en pésima pronunciación y arrastrando
las erres con marcado acento germánico, era apenas audible a través del
intercomunicador, que experimentaba fallas al igual que todos los demás
sistemas electrónicos del complejo. Con
pragmático desdén apremiaba a su interlocutor, sin evidenciar aflicción alguna
por la angustiante situación que atravesaban en aquel sitio. Siempre se
molestaba cuando tenía que hablar en una lengua que despreciaba casi tanto como
a aquel individuo. Era un mal necesario
en un mundo dominado por la que despectivamente solía llamar “esa odiosa jerga
nasal”. Pero eso era algo que él pretendía
cambiar.
– ¿Cuál es el estado del sujeto? – Interpeló con desdén al
hombre que lo observaba tímidamente en la gigantesca pantalla mural. De unos 40 años, delgado, casi completamente
calvo, usando lentes gruesos, y ataviado
con un delantal blanco, sostenía una
pantalla portátil de la que pendían varios cables y que manoseaba
nerviosamente.
– Mein Herr, – Respondió
en un dificultoso alemán - toda la base corre peligro de
colapsar. Debemos detener las pruebas…
– ¡Cuál es su estado! – Bramó súbitamente la voz. El hombre del delantal se estremeció y asintió con la cabeza sin atreverse siquiera a mirar a aquellos temibles
ojos que lo escudriñaban desde las sombras, como un halcón hace con su presa
antes precipitarse sobre ella.
El hombre parecía estar posando constantemente para un
escultor. Pero su altivez, propia de los
héroes helénicos tal y como aparecen en los ruinosos frisos atenienses, era
sólo aparente. En su interior se
retorcía un ente maligno, lleno de odio, que sólo buscaba sobre quien derramar
su repudio por el prójimo.
– Entschuldigen sie, mein Herr, (perdóneme Ud., Señor)
– balbuceó el hombre del delantal blanco –, se encuentra estable, pero los
sedantes pierden efecto rápidamente y la computadora ya ha disparado tres de
los cinco sistemas de retención auxiliares.
No sabemos lo que pueda ocurrir si…
– Lo que pueda ocurrir permanece en el marco teórico, ¿lo ha
olvidado? Ese es el objetivo de esta prueba. – Le objetó – ¿Duerme aun?
– Ja, mein Herr (Sí, Señor), pero está
teniendo sueños, y no sabemos por cuanto tiempo más va ha resistir la cámara de
contención principal. La presión va en
aumento y las cámaras 2 y 3 presentan fugas múltiples. Si llegan a las 100 Atmósferas todo el lugar…
–Activen el
dosificador remoto y aumenten la dosis. – ordenó secamente, pese a que conocía
perfectamente el riesgo que correrían de seguir
adelante con aquel abominable experimento. Sus hoscas palabras no reflejaban todo el
desprecio que sentía por aquellos desdichados, que no alcanzaban a comprender
su precaria situación.
–Mein Herr, –insistió el pobre hombre, arriesgándolo todo, como hacen
los que los que temen perderlo todo o no tiene nada que perder–. los
científicos están de acuerdo, y yo concuerdo con ellos, en que se deben
retrasar las pruebas hasta reevaluar la seguridad de los sistemas de retención
de la cámara principal.
–No sé qué es peor,
oír sus pusilánimes quejas o escuchar
que lo haga mancillando la sagrada lengua de nuestros ancestros. Ustedes, los científicos, siempre han sido
unos alarmistas –dijo la oscura figura–.
¿Cómo podría afectarles a ustedes que se encuentran a un Km. y medio de
la superficie y a tres del sujeto? No son más que suposiciones infundadas,
basadas en sus propios temores, en lugar de mostrar celo científico. ¿Me puede
dar usted, pruebas de lo afirma? Hemos esperado demasiado este momento como parra retroceder ahora.
– Señor –dijo (ya no en alemán), sobreponiéndose al temor y
tratando de controlar el temblor en su voz–, lo sé mejor que nadie de aquí o allá. Está usted hablando de la obra de toda mi
vida, pero aun así estoy convencido de que se deben hacer más pruebas de
laboratorio. Hay demasiadas lagunas en
nuestros conocimientos sobre esta nueva tecnología. Subestimar su poder podría
ser devastador.
Hubo un silencio incómodo, que pareció espesar el aire, como
el que precede a las tormentas. De pronto el silencio fue roto con la misma
violencia que hace el trueno anunciando su carga de desgracias.
–¿Devastador para
quién, mein Herr Doktor?
La pregunta no le resultó tan
desconcertante como lapidaria. Sabía que tras ella se ocultaba una terrible
certidumbre.
Después de pensar rápidamente en una respuesta, dijo
titubeante.
–P-Para el Proyecto, Señor. Décadas de investigación se
expondrían innecesariamente a desaparecer, haciendo tambalear el proyecto por
completo, con todo lo que eso implica.
–Nein (No), mein Herr Dr. Zimmerrmann, –dijo
la voz– el proyecto no se verá afectado. Muy por el contrario, la experiencia
está siendo grabada por circuito cerrado y por el sistema computacional secundario,
ideado por Usted mismo, si mal no recuerdo.
Zimmermann oteó
rápidamente el lugar, detectando al menos cuatro cámaras que ni siquiera había
notado antes. “Der Gespenst” (El
Fantasma) pensó. Lo había olvidado. Era parte de un sistema de ultra espionaje
que ayudó a desarrollar en los inicios de la revolución de las computadoras,
ahora obsoleto. Jamás imaginó que sería
puesto nuevamente en servicio, en su contra.
–Cada instante, cada dato obtenido por sus equipos está
siendo registrado en cajas negras repartidas por todo el lugar, aportando nuevos y valiosos
antecedentes a nuestra investigación.
–P-Pero Señor –dijo Zimmermann nerviosamente–, nos expone a
todos a un peligro indescriptible, sin mencionar el riesgo de pérdidas
invaluables en costosas instalaciones y equipo sofisticado. No tiene sentido.
El hombre de la
pantalla exhaló como si se liberara de un gran peso. Se reclinó en su gran
sillón de cuero negro, que lo hacía ver aun más esmirriado, y encendió un cigarrillo. De unos bien mantenidos cincuenta años, lucía
cabellos cortos y negros, sin canas gracias a los tintes. Bajo las luces
relucían por la brillantina, como recién mojados. Al no tener que disimular más con aquel
irritante hombrecillo, se regocijó al vislumbrar la expresión en su rostro, cuando le dijera la
verdad. Sus constantes quejas por la
falta de seguridad y los requerimientos
de nuevos fondos para rediseñar todo, sumado a los retrasos que esto causaba,
lo tenían harto. Zimmermann era un científico
brillante, y sin él, el proyecto no habría salido de la pizarra, pero era
excesivamente metódico y puntilloso. Nunca
tomaba una decisión apresurada sin antes cuidar, él mismo, hasta más
mínimo detalle. No confiaba en ninguno
de sus subalternos, y jamás corría un riesgo, por pequeño que este fuera. Y él odiaba eso en un hombre. Sospechaba que lo hacía sólo para parecer
imprescindible.
Para bien o para mal, el riesgo había formado parte
importante de su vida, y admiraba a quienes tenían el valor de enfrentarlo.
–Verá Usted, ¿Cómo conocer el verdadero alcance de este descubrimiento sin una experiencia de
campo? No una de esas simulaciones por computadora que a usted tanto le gustan,
sino una prueba en terreno, que nos permita conocer en la carne su extraordinario poder.
–Pero, ¿por qué? –Dijo
Zimmermann, con lágrimas en los ojos– lo único que he hecho es lo que usted me
ha pedido. Siempre he servido fielmente
a la causa y he destinado todos mis esfuerzos y la mitad de mi vida a este
proyecto.
–Y se ha pagado generosamente por sus servicios. Es usted un hombre rico, Doktor, y ha tenido una buena vida.
Al menos así lo indican las propiedades que ha adquirido su familia y
las cuentas secretas en bancos extranjeros. A propósito, “Wie geht es Ihem Frau
Gemalin? (¿Cómo está su señora esposa?)”
Al ver que Zimmermann palidecía, agregó.
–Ah! Mein lieben Dr. (mi querido Doctor),
me decepciona. Al final “sie haben verloren (Ud. Ha perdido)”, pero no se preocupe, su familia y sus bienes no
serán tocados. Parece que ha olvidado la
premisa fundamental que ha sustentado esta organización los últimos 70 años, y
con ello ha deshonrado a los millones de hombres que dieron sus vidas por una
causa en la que creían ciegamente, aun sin comprenderla del todo. ¿Sabe por qué lo hicieron, Doktor? –intencionalmente
hizo una pausa y aproximándose a la
cámara dijo-, porque a diferencia de Usted, ellos sí entendieron el valor sublime y ennoblecedor del
“sacrificio”.
Los ojos de Zimmermann se abrieron desmesuradamente al ver por
primera vez con claridad los ojos vidriosos de mirada cruel, casi sin vida de aquel hombre. “Ese rostro.” pensó “Es imposible que esté
vivo”. Comprendió en aquel momento que
se había convertido en una víctima más de un sistema que el mismo ayudó a
construir, uno en que el valor del
objetivo prima por sobre el del individuo.
Todo lo que había estado haciendo los últimos 10 años fue crear una
gigantesca y sofisticada tumba. Entonces
experimentó algo similar a lo que sintieron los infelices que tuvieron la
desdicha de caer bajo su implacable bisturí, en nombre de la causa, una causa en la que, por cierto, nunca creyó
y que pretendió seguir para dar rienda suelta
a sus aspiraciones de semi-dios, dador de vida y de muerte.
Con el rostro lívido
por el terror y bañado en sudor frío, permaneció sus últimos instantes con la vista fija en el
monitor que mostraba el rostro sereno, casi angelical, de un niño pequeño, de
unos 4 años, que dormía plácidamente, sobre un mar de cables reptantes y tubos,
que oscilaban al compás de su suave respiración. Estaba desnudo y sus suaves cabellos rubios enmarcaban un hermoso rostro.
De pronto su expresión dulce
desapareció, sus labios se contrajeron hasta tornarse blancos y los músculos de
su cuello se tensionaron como si recibiera una descarga eléctrica. En ese momento, con celeridad inusitada, se
sentó en su extraño lecho, abrió los ojos y miró con curiosidad, directamente a
las cámaras que monitoreaba cada uno de sus movimientos, y a través de ellas, a sus sorprendidos
observadores.
– ¡Dios mío! – musitó Zimmermann aterrado. Era el único que comprendía las temibles
implicaciones tras esa aparente mirada inofensiva.
– Ha despertado
– y parafraseando el Libro de los Ángeles,
de la cultura escandinava, dijo – "…y el Dios de la destrucción, al ver la
soberbia de los hombres, descendió sobre ellos como la noche sobre el día, para
oscurecer sus aspiraciones divinas y recordarles su mortalidad”.
Sin apartar la vista de aquellos diminutos ojos azul
intenso, presa de una mezcla enfermiza, mitad horror mitad fascinación, observó
el producto de años de experimentación, despertaba a una realidad que le había
sido negada desde su nacimiento. Era la
culminación de toda una vida de investigación, una experiencia única en la
historia, y la última para los que la presenciaran.
–Überkam! (Vamos) –dijo la voz desde las sombras– “machen Sie mich stolz (hazme sentir orgulloso)”–. Pero luego de unos instantes de
inactividad, observó desconcertado cómo, contrario a sus deseos, la criatura
permanecía sentada, observando con curiosidad su sofisticada prisión. Trató de
levantarse, pero los gruesos cables que aprisionaban sus brazos y piernas se
tensaron, impidiéndole cualquier intento de zafarse.
Entonces un extraño brillo en sus ojos
hizo temblar a quienes lo veían, y una leve sonrisa se dibujo en sus pequeños
labios. Sorpresivamente emitió un agudísimo grito, de intensidad tal, que hizo
que los micrófonos se saturaran y los
operarios se quitaran los auriculares aullando de dolor. Todos los monitores
dejaron de funcionar al mismo tiempo quedando sólo la monótona trama de la
estática.
–Recuperen la señal –ordenó bruscamente.
–Los sistemas locales están muertos –se oyó gritar a uno de
los ingenieros, mientras otro informaba a viva voz–. Alcanzamos a
desconectarnos justo a tiempo antes que nos alcanzara una onda de choque
cibernética. Fue como si el Sistema se
volviera en nuestra contra.
–La computadora indica que el fallo se originó en la fuente.
–Dijo un tercero.
–“Verflucht¡ (!Maldición¡).
–balbuceó– Wie er conte wissen, waren wir sind? (¿Cómo supo dónde estamos?)”.
Los minutos parecieron volar. La tensión aumentaba en la central mientras
trataban desesperadamente de restablecer las comunicaciones con la base subterránea. Ordenes gritadas a todo pulmón y sonoras
carreras por los pisos de acero entramado, se oían por todo el lugar. Algunos amagos de incendio eléctricos,
dispararon las alarmas, pero fueron rápidamente controlados. Aun así, toda esa algarabía le resultaba
incómodamente familiar.
Finalmente, tras un largo rato, la calma volvió.
–¿Qué hay del enlace
con la estación de monitoreo en Santiago? –oyó gritar a uno de sus
lugartenientes más eficientes. Un joven
brillante y uno de sus más leales servidores.
–No responden Señor –Le contestaron azarosamente desde el
enorme panel de control, donde trabajaba al menos 30 personas–, pero
recibimos una débil transmisión
satelital de uno de nuestros agentes en San Antonio.
Después de sus inútiles intentos, esas eran las primeras
noticias que recibían sobre lo que había ocurrido tras ser desconectados, por
lo que suscitó la atención de todos en el recinto.
–La señal no es buena y no podemos contactarnos con él, pero
continúa transmitiendo, Señor.
–Conéctela a los altavoces –ordenó.
La bullente actividad de instante antes cesó y el lugar
enmudeció. Conteniendo la respiración
aguardaron el ansiado reporte. Entonces una serie de frases entrecortadas se
dejaron oír por toda la instalación.
–… segundos…canzó
una…nitud de…ados en la…ercalli…7 en la escala de rich…có desde la II …sta la IX región…numerosas víct…daños…
La señal se hacía más
clara conforme avanzaba el informe. El
hombre se oía notoriamente alterado, y hablaba atropelladamente, como si fuera
a ser presa de un ataque de pánico, pero a pesar de que no podía saber si
estaban recibiendo el mensaje, seguía transmitiendo.
–… han sido confirmados…las autoridades…
declararon…emergencia…Repito. Un
violento sismo sacudió la…na central del país con una m…itud de 8 grados en la
esca…de Mercalli…7.7 en la esc… de Richter…tuvo una du…ción de 45 segundos…la
estación… y la Base... ...huidas. Repito, la Estación de Monitoreo y la Base han sido destruidas…creo
que el epicentro tuvo lugar en la misma zona.
Fue espantoso. Todo el lugar se hundió.
No creo que haya sobrevivientes.
A Heinz y a mi se nos ordenó realizar un patrullaje de último momento. Nos salvamos de milagro. Espero que alguien me esté oyendo…
El informante, que obviamente no sabía
lo que había ocurrido, continuó describiendo la magnitud del desastre,
arrancando exclamaciones de asombro entre quienes lo escuchaban, pero el hombre
entre las sombras, ya no lo escuchaba.
–“VierzigFünf sekunden (45 segundos) –se
dijo– ist er zu viel (es demasiado)” –pero al vislumbrar las posibilidades de
este nuevo descubrimiento, sonrió maliciosamente.
–Organicen de
inmediato el rescate de las cajas negras –dijo.
–¿Qué hay de los posibles sobrevivientes, Señor? –Indagó su
joven asistente. Por un segundo el hombre lo miró con odio
asesino, pero luego recapacitó y recuperó la serenidad. Era un joven impetuoso y prometedor, como
solía ser él mismo hacía mucho tiempo, aunque era inexperto en cuanto a tomar
decisiones drásticas. Una lección que
debía aprender rápido, o sería violentamente reemplazado. Esta política le
permitía detectar el potencial natural de liderazgo de los recién ingresados al
programa, y a la vez probar su lealtad y obediencia absoluta. Era la única manera de mantener la disciplina
al interior de la organización. En lugar
de hacerlo eliminar de inmediato, como era su costumbre, decidió dejarlo pasar,
esta vez. No habría más consideraciones
en el futuro. Ser condescendiente ya le
había costado una vez la derrota, y la herida aun permanecía abierta. Éste bajó la vista sin comprender muy bien qué
pudo provocar esa reacción.
–Haga lo que estime conveniente, “mein yunger Freund (mi joven amigo)” –dijo. Dio media y se alejó con paso cansado. No dormía desde hacía días, y las largas
horas de desvelos le pasaban la cuenta.
De pronto lucía maltrecho y agotado.
Su pose altanera había desaparecido.
–“Wohin gehen Sie, mein Herr? (¿A dónde va Ud., mi Señor?)” –indagó su asistente preocupado por el súbito cambio de ánimo sufrido
por su superior. Ignorante de la suerte
que estuvo a punto de correr, acudió presuroso a auxiliarlo, pero éste lo
detuvo con un ademán.
–“Ich bin müde (estoy cansado)”. –respondió apenas–. “Wecken Siemich morgen um sieben Uhr punkt (Despiérteme mañana a las siete en punto). Bringen Sie mir
den Kaffee auf mein Zimmer (Lléveme el café a mi cuarto)”.
–“Jawohl, mein Herr (si, Señor)” –respondió el joven con presteza– “Wünschen Sie noch etwas, mein Herr? (¿Desea Ud. algo más, Señor?)”–. le complacía oír al joven hablar con corrección en su propia
lengua.
–“Nein, mein yunger Freund.
Ich danke”.
–Schlafen Sie wohl (Duerma
Ud. bien). ) –dijo finalmente el muchacho
-“Guten Nacht, mein Führer (Buenas noches, mi líder)”
***
23 de Febrero de 2010, cuatro días antes del
segundo despertar.
Continuará...